miércoles, 19 de octubre de 2016

National Geographic:La batalla de Issos


Desde el momento en que lanzó su campaña contra el vasto Imperio aqueménida, en el año 334 a.C., el jovencísimo rey de Macedonia, Alejandro, buscó provocar un enfrentamiento directo con el Gran Rey persa, Darío III, Señor de Asia. Los sucesivos y espectaculares éxitos que logró en los compases iniciales de la invasión parecieron acercarlo a su objetivo.

Tras su victoria en Gránico, el ejército del rey –unos 35.000 hombres, tanto griegos como macedonios, además de contingentes ilirios y tracios– avanzó por Anatolia conquistando territorios y liberando ciudades griegas del yugo bárbaro, sin encontrar apenas resistencia. Pero, cuando Alejandro se disponía a internarse en Siria, se llevó una sorpresa mayúscula: Darío, con un ejército que quizá superaba los 100.000 hombres, había conseguido rodearle y se encontraba en su propia retaguardia, avanzando para darle alcance.

El inevitable choque tuvo lugar en el peor emplazamiento posible para los dos ejércitos. Gracias a los informes de los exploradores, ambos contendientes se vieron dirigidos hacia una estrecha llanura de unos tres kilómetros de ancho, cortada por el curso del río Payas y bordeada por unas pequeñas montañas en un lateral y con el mar en el flanco contrario. Una ratonera a las afueras de una pequeña ciudad siria, Issos, en la que habrían de dirimirse los destinos de Asia y de Occidente. La buena noticia para griegos y macedonios era que, en un espacio tan reducido, la enorme superioridad numérica de los persas quedaría compensada, y por tanto se minimizaría el riesgo de verse rodeados por el enemigo con facilidad. En su contra estaba la presencia del río, que dificultaba el avance de la infantería.

Los persas, por su parte, esperaban la revancha. Un año antes habían sufrido una humillante derrota a manos de Alejandro en el río Gránico y ahora ardían en deseos de expulsar a los invasores de Asia. Tan enardecidos estaban sus ánimos que al llegar a la ciudad de Issos capturaron a los griegos y macedonios que ocupaban el hospital de campaña de Alejandro y los pasaron a todos a cuchillo. La batalla que ahora se avecinaba había de dar respuesta contundente y definitiva a la arrogancia del joven Alejandro, aniquilando de una vez por todas a su ejército y poniendo fin a sus ansias de conquista.

Sacrificios antes de la batalla
El rey macedonio era consciente de que se enfrentaba a una durísima prueba. Por ello, confió su suerte a los dioses: por la noche realizó ciertos ritos en los que invocó a varias divinidades marinas –Tetis, las Nereidas, Poseidón–, en cuyo honor ordenó lanzar una cuadriga al mar; también hizo sacrificios a la noche. Al mismo tiempo preparó la disposición de sus tropas en el campo de batalla tratando de aprovechar al máximo la orografía en su beneficio. Por ello apostó al veterano Parmenión como comandante de la caballería griega en el ala izquierda, con el objetivo de proteger el flanco que lindaba con la playa y evitar cualquier movimiento envolvente.

En el centro puso a la infantería macedonia, apoyada por los hoplitas griegos –organizados todos ellos en la clásica falange–, confiando en que se convirtiesen en una roca inamovible sobre la que anclar su estrategia. Él mismo se colocó en el ala derecha, al mando de los Compañeros, una infantería de élite macedonia, situada ahora en la falda de las montañas. A su lado formaron los lanceros y el resto de la caballería, y como enganche con la falange estaban los hipaspistas, tropas de élite entrenadas para el asalto que podían servir tanto de apoyo a los jinetes como para defender a los soldados.

El avance hacia el río
Durante los preparativos, Alejandro percibió que el miedo se adueñaba de sus hombres. Hacía sólo un día que sabían que el enemigo estaba a sus espaldas, y ahora, de repente, se hallaban cara a cara con él en aquel lugar angosto. Alejandro se dirigió a sus soldados para elevar sus ánimos. Aquella era la ocasión, les dijo, de pagar con la sangre del enemigo cuanto hasta entonces habían disfrutado como botín. Les llamó por sus nombres, recordando las hazañas que juntos habían llevado a cabo. Así logró enardecerlos, confiados en su fuerza y, sobre todo, en su rey. Según recoge un cronista, todos "le gritaban a Alejandro que no se demorara y que ordenara cargar ya contra los enemigos".

Pese a ello había nervios incluso entre los mandos. Ante la disposición enemiga, Alejandro ensayó distintas estrategias, esperando que la escogida fuese la correcta, pues sólo tendría una oportunidad. Parecía evidente que su flanco más débil era el cercano al mar; de hecho, los persas reforzaron este lado con la intención de rebasar la línea y superar a los griegos.

Percibiéndolo, Alejandro decidió mover sus piezas, pero a escondidas: hizo que los jinetes tesalios cambiasen de flanco para ayudar a Parmenión en la derecha, pero les obligó a cruzar por medio de las líneas de soldados, ocultándolos así a la mirada del enemigo. Por último, ante la superioridad numérica persa, el rey decidió alargar su propia línea de batalla con la esperanza de ganar elasticidad en un terreno tan accidentado.

Darío, por su parte, aun sabiéndose superior, prefirió actuar con cautela ante un oponente cuyo genio militar temía. Situó un cuerpo de infantería en cada posible vado del río, y reforzó los lugares de difícil acceso con empalizadas. Su propósito era obligar a Alejandro a luchar por el control de los puntos de paso del río, confiando en que así la formación macedonia quedaría desorganizada y exhausta y sería fácil presa de los soldados apostados en lo alto de la otra orilla. Mientras, la caballería aqueménida, desde la segunda línea, buscaría abrirse paso entre el enemigo y desbordar sus flancos para multiplicar los frentes y acabar con él.

Alejandro fue el primero que ordenó avanzar a sus fuerzas, desplegándolas en toda la extensión de la llanura. Luego, los macedonios empezaron a cantar el peán, una terrible canción bélica, mientras entrechocaban con fuerza sus armas, produciendo un estrépito que hizo estremecerse al enemigo. Los persas reaccionaron atacando con su caballería el lateral izquierdo, poniendo en dificultades a Parmenión. Pese a todo, éste aguantó el flanco, del mismo modo que también resistió la infantería en el centro, enfrentada al cruce del río y a la enconada lucha con el enemigo, en violenta pugna por avanzar.

En el lado derecho, los macedonios consiguieron romper la formación persa y provocar la primera retirada. Abierta la brecha, Alejandro se puso a la cabeza de sus fieles Compañeros, y la caballería real avanzó como un rayo, sembrando muerte y confusión, tras rebasar el flanco de la primera fila persa. Moviéndose entre líneas, avanzaron en dirección oblicua, hacia el centro mismo del ejército persa, donde nadie hubiese pensado que pudiese dirigir su ataque.

La huida del Gran Rey
En el caos de la batalla, Alejandro condujo en persona a sus jinetes al encuentro de Darío. Cogida por sorpresa, la caballería real persa rodeó al Gran Rey, protegiéndole del intenso ataque macedonio. Alejandro sabía que si eliminaba a Darío habría ganado la guerra. Su lucha era desesperada: Darío podía huir para combatir otro día, pero Alejandro y sus hombres, si fracasaban, no tendrían escapatoria. Más allá del valor y la fuerza, los macedonios peleaban con auténtica rabia, movidos por un deseo de supervivencia. Ante la aproximación de Alejandro, Darío decidió de pronto dar la vuelta a su carro y huir. Sin dudarlo, sus nobles escaparon tras él, dejando al ejército en mitad de un encarnizado combate.

Alejandro quiso perseguir a Darío, pero la llegada del ocaso y el riesgo de dejar el campo de batalla con la lucha sin decidir le obligaron a volver sobre sus pasos. El rey dio entonces cobertura a sus fuerzas, que ya habían superado en todas las líneas a los persas; éstos, hundidos en el caos, habían sido abandonados por su rey a una muerte segura bajo las lanzas macedonias. La carnicería fue terrible. Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro, recordaría luego que él y los otros perseguidores de Darío atravesaron un barranco caminando sobre cadáveres.

En una magnífica lección de estrategia, Alejandro había sabido organizar perfectamente a sus tropas en un escenario difícil y ante un enemigo aguerrido y superior en efectivos. Su victoria en Issos fue una de las más destacadas de su carrera. Pero lo que mayor admiración causó fue su participación personal en el combate. No sólo supo transmitir a sus hombres la moral de victoria en la primera acometida, sino que se adentró en la refriega al frente de la caballería hasta alcanzar el carro de Darío sin importarle los riesgos; de hecho, los cronistas recogen que fue herido en un muslo por una espada.

Su ejemplo de valor, inspirado en los poemas de Homero, arrastró a todos los demás. Desde la primera fila de su ataque, Alejandro había sido el autor material de la victoria. Había vencido no sólo como el mejor general, sino también como su más valioso soldado.