jueves, 4 de agosto de 2016

El País:Un día cualquiera en una ciudad romana



La antigüedad romana ha dejado suntuosos teatros de mármol, vestigios de templos soberbios, arcos victoriosos y cientos de huellas de ciudades, como Mérida, diseñadas con lujo para una población sobrada de sestercios y de honras bélicas. Así vivían los pudientes, pero por toda la península se extendían pueblos sin más gloria que la cotidianidad. Pongamos la lupa de Astérix en una de aquellas aldeas, Cáparra, al norte de Cáceres. No estaban tan locos aquellos romanos. Vean, si no, a uno de ellos pasando en este preciso instante por un paso de cebra, mientras el carro de trigo espera cívicamente...

Desde la época de Augusto hasta finales del Imperio, entre los siglos IV y V, se acomete en Hispania una organización territorial diseñada con escuadra y cartabón. Se trataba de tender una red de comunicaciones que permitiera viajar de un lado a otro intercalando los descansos oportunos. Cáparra nace con ese cometido en la vía de la Plata, que unía Mérida con Astorga. Su ubicación es perfecta para el objetivo, a 22 millas de otras mansiones en todos los puntos cardinales, es decir, de otras paradas con área de servicios, lo que hoy serían moteles o ventorrillos de carretera.

El yacimiento se ha conservado razonablemente bien, enterrados entre olivares y encinas los restos de las casas, de las tiendas, las calles, los pequeños templos y el salón de reuniones del  Ayuntamiento (la Curia), las termas y el gimnasio (palestra), las canalizaciones de agua, el anfiteatro, en fin, todo un relato, ahora al aire libre, de cómo se desenvolvían aquellos caparenses un día cualquiera. Incluidos los pasos de peatones. Pero lo que más impresiona de esta mediana ciudad de provincias es el gran arco tetrapilo, una construcción de cuatro arcos unidos y enfrentados dos a dos que sostienen una bóveda de arista bajo la cual se cruzaban las dos principales vías de paso de la ciudad, el Kardo y el Decumano. No se conserva en España otra obra de estas características y los siglos no han podido con ella: siempre permaneció en pie y al aire libre. Los dibujos que trazaron los viajeros, desde el siglo XVI al XIX, del imponente arco ya pronosticaban, a ojos expertos, la ciudad que había enterrada a sus pies.

A unos pocos kilómetros de Plasencia, el conjunto ha tenido pocas intervenciones en su larga existencia, más allá de la depredación clásica de los lugareños del entorno que, en algunos casos, ha permitido conservar piezas de valor. Desde un ángulo académico, fue el arquitecto Vicente Paredes Guillén, nacido en el cercano pueblo de Gargüera, quien dirigió la reconstrucción de la bóveda del arco cuadrifonte a comienzos del siglo XX. En 1928 excavó Antonio Floriano, por cuenta de la Diputación de Cáceres, y por 900 pesetas. Tres años después llegó la declaración de monumento nacional, que le concedió alguna protección y en 1963 se encargó del conjunto José María Blázquez, a cargo de la Universidad Complutense de Madrid.

Hoy nos acompaña en este paseo por Cáparra Enrique Cerrillo, el catedrático de Arqueología de la Universidad de Extremadura que inició en 1990 las excavaciones y dio vida de nuevo a estas ruinas tan elocuentes que se inauguraron en 2003. En este periodo, la Junta de Extremadura  ha desempeñado el papel institucional más relevante en la recuperación del conjunto, recuerda Cerrillos, quien ahora ve con satisfacción cómo los muchos años de vida y trabajo que ha entregado a este espacio tienen el reconocimiento de 30.000 visitas al año. No son muchas, para las que el entorno merece, sumido aún en el desconocimiento turístico. El festival de teatro clásico de Mérida podría impulsarlo si instala allí, como está evaluando, su cuarto escenario.

Las termas, detiene el paso Cerrillo, han sido protegidas de la intemperie con una plataforma que no impide su vista. "Los romanos tenían obsesión con el agua, con el caudal limpio y con el de desecho", dice señalando las canalizaciones que salen de cada casa hacia el desagüe general. Y muestra los pozos, y los basamentos de las columnas que sostenían el piso ardiente de la sauna. "Eran salutíferas, el médico podía recetar baños de agua fría y caliente como terapia", afirma Cerrillo. Y sigue la ruta por la ciudad, que adquirió categoría de municipio en los años setenta del primer siglo de nuestra era. El arqueólogo muestra las hileras de piedra que delimitan las casas como si se tratara de un plano sobre el suelo: "Hay algunas construcciones de 1.000 metros cuadrados y otras más modestas. Pero toda la ciudad repite el mismo patrón: filas de viviendas rematadas en su parte delantera con un pequeño local comercial, que podía explotar el dueño o alquilarlo. Estas tabernae, como se llamaban, estaban resguardadas a lo largo de toda la calle con una cubierta porticada, igual que ocurre hoy día en tantas plazas. Es un invento mediterráneo, que protege de las inclemencias estacionales. En paralelo a esos soportales corren las calles". Y por ellas los carros.

La ciudad estuvo amurallada, como muestran aún algunos vestigios. No había mucho de lo que defenderse pero siempre se controlan mejor el comercio o las plagas. "El orden siempre era el mismo: intramuros, los vivos; fuera, los muertos".

El profesor, cubierto con sombrero de gabardina y una mochila al hombro, se detiene ahora en medio de una calzada. La vía esta atravesada por unas enormes losas de granito dispuestas en paralelo... Y ahí está nuestro romano, dispuesto a cruzar... "Esto se llamaba crepídine, que es lo mismo que un paso de cebra, permitía a los peatones pasar a la otra acera sin que les arrollaran los carros y sin embarrarse los pies". Están locos estos romanos...