domingo, 24 de junio de 2018

La Vanguardia:“Solo ha habido una faraona en la historia… y no era egipcia”


Los faraones del antiguo Egipto no hubiesen tenido motivo para envidiar los largos nombres y títulos que han heredado los monarcas de nuestros tiempos. Ellos tenían cinco nombres reales… y ninguno de ellos solía ser de mujer. “Que no gobernase un hombre era una irregularidad”, ha explicado Carles Buenacasa, profesor de Historia y Arqueología de la UB, en la segunda conferencia del ciclo dedicado al Egipto de los Faraones en el CaixaForum de Barcelona con la colaboración de la revista Historia y Vida , que celebra su 50 aniversario.

Bajo el título de Hijo de Ra: los aspectos divinos del poder de los faraones, el egiptólogo ha roto uno de los falsos mitos de esta cultura milenaria. “Nunca hubieron faraonas en el antiguo Egipto, se trataban de esposas reales”, ha explicado antes de añadir que “solo ha habido una faraona en la historia… y no era egipcia, sino española y se llamaba Lola Flores”.

Con este toque de humor, Buenacasa ha querido dejar patente que la mujer difícilmente accedió en lo más alto del poder durante el Egipto faraónico, aunque sí hubo algunas excepciones. La más significativa fue el caso Hatshepsut durante la dinastía XVIII, la mujer que “ocupó el trono durante más tiempo”. Nieta, hija y esposa de faraón, no tuvo un hijo varón y aprovechó que su hijastro (el futuro Tutmosis III, el llamado Napoleón egipcio) era demasiado pequeño para liderar el país. Pero nunca fue una faraona, sino “una mujer faraón”. Y cuando murió, cayó sobre ella la damnatio memoriae.

En un principio siempre se creyó que su hijastro se vengó así de ella, borrando su nombre de las inscripciones, pero esta teoría cada vez es más discutida. Quizás las generaciones posteriores no le perdonaron ‘la osadía’ de que se proclamase faraón e incluso su nombre fue suprimido de las listas reales. En su magnífico templo mortuorio de Deir el-Bahari no solo se puede ver cómo tuvo que masculinizar su aspecto (lucía incluso la barba faraónica) sino también cómo justificó su acceso al trono con la complicidad de los sacerdotes del culto a Amón (el más importante de la época), que accedieron a ‘vender la historia’ de que era hija del propio dios.

Y es que los faraones, en realidad, eran hijos divinos, concretamente de Ra. De hecho, la quinta titulatura real era precisamente esta para que “nadie pusiera en discusión su estrecha relación divina”. Su primer nombre también hacía referencia a un dios, en este caso a Horus, “el padre divino de la monarquía cuyos descendientes son los faraones”. El segundo, el título Nebty, el de las dos señoras, se refiere a las diosas Nejbet (la buitre del Alto Egipto) y Uadyet (la cobra del Bajo Egipto), “protectoras del monarca y que representan la unión de los dos tierras”. El tercer título es el más “enigmático”, ya que existen diferentes teorías sobre su significado. Se trata del nombre de Horus de oro y haría referencia a “la divinidad del faraón, a la que llegaba cuando moría” . Y el cuarto es el Nesut-Bity, conocido como el del junco y la abeja, símbolos del alto y el bajo Egipto. “Era un título dual que simbolizaba también la unión de las dos tierras”, aclara Buenacasa.

Todos los nombres de estas titulaciones iban siempre inscritos dentro de un cartucho, un privilegio del que solo gozaban los faraones. Su simbología también es amplia, aunque Buenacasa destaca sobre todo su funcionalidad protectora. “Era como una bolsa atada que evitaba el maleficio y aseguraba la eternidad”, comenta.

Para un antiguo egipcio lo peor que le podía suceder era que “su nombre se perdiese”, de ahí viene el gran castigo que sufrió Hatshepsut y otros faraones como Akenatón o el conocido Tutankamón. “Significaba perder la esencia, caer en el olvido y la incapacidad de ir al más allá”. Por tanto, no se alcanzaba la tan deseada inmortalidad, ni que el rey hubiera cumplido con creces sus funciones.

El faraón tenía cuatro grandes encomiendas. En primer lugar, debía mantener la ‘maat’, es decir, “el orden del universo, el equilibrio y la justicia de los dioses”. En segundo lugar, debía garantizar la unidad de los dos egiptos. En tercer lugar, debía asegurar una buena inundación de la crecida del Nilo para que las tierras fuesen fértiles y llevasen a una buena cosecha. Para ello, “cada año viajaba hasta Asuán para rezar y hacer ofrendas”, detalla Buenacasa. Finalmente, debía potenciar el culto a los dioses mediante la constante construcción de templos, “un monopolio real que también debía alimentar con donaciones”.

¿Y qué ocurría si el faraón fallaba o, por ejemplo (y lo que vendría a ser lo mismo), las crecidas del Nilo fuesen insuficientes y hubiese carestía? “Los nilómetros permitían prever cómo sería la inundación y así gestionar épocas de malas cosechas”, detalla Buenacasa antes de añadir que no se conoce ningún caso de un faraón destronado por este u otro motivo. En cambio, sí constan casos de asesinatos, como el que sufrió Ramsés III en la llamada conjura del Harén, aunque el papiro que explica la historia no detalla que acabase muerto, lo que sí constata el corte de tráquea de su momia. “Los egipcios no daban detalles del fin traumático de sus faraones”, aclara el egiptólogo. Pero de haberlos haylos, ni que sea a posteriori como le ocurrió a Hatshepsut.