viernes, 24 de noviembre de 2017

National Geographic:Akenatón, el primer revolucionario de Egipto


A veces la opinión más reveladora sobre un rey es la que no se expresa. Una mañana en Amarna, una población del Alto Egipto situada a unos 300 kilómetros al sur de El Cairo, se dispuso sobre una mesa de madera un conjunto de huesos tan delicados que parecían los de una golondrina. «Aquí está la clavícula, y el húmero, las costillas, la tibia y el peroné –dijo la bioarqueóloga estadounidense Ashley Shidner–. Tendría entre año y medio y dos años».

Era el esqueleto de un niño que vivió hace más de 3.300 años en Amarna, cuando esta ciudad era la capital de Egipto. Fue fundada por Akenatón, un rey que, junto con su esposa Nefertiti y su hijo, Tutankamón, ha seducido nuestra imaginación como ninguna otra figura del antiguo Egipto.

Ese esqueleto anónimo, por el contrario, se había exhumado de una tumba sin nombre. Los huesos mostraban signos de malnutrición, algo que Shidner y otros arqueólogos han observado en los restos de decenas de niños de la antigua Amarna.

«El retraso del crecimiento se inicia en torno a los siete meses y medio –me explicó–, que es cuando empieza la transición de la leche materna a los alimentos sólidos». En Amarna parece que esa transición se pospuso para muchos niños. «Posiblemente la madre decidía seguir amamantando al hijo porque no había comida suficiente».


Hasta hace poco los súbditos de Akenatón parecían ser los únicos que no tenían nada que decir sobre su legado. Otros han hablado extensamente acerca de este faraón que gobernó entre 1353 y 1336 a.C. e intentó transformar la religión, el arte y la política de Egipto. La mayoría de sus sucesores fueron muy críticos con su reinado.

Hasta Tutan­kamón firmó un decreto en el que se criticaban las condiciones de vida en tiempos de su padre: «El país pasaba penurias; los dioses habían abandonado esta tierra». La dinastía siguiente se refería a Akenatón como «el criminal» y «el rebelde», y los faraones destruyeron sus estatuas e imágenes en un intento de borrarlo por completo de la historia.

Descubrimiento en 1905

Esa consideración dio un giro de 180 grados en los tiempos modernos, cuando Akenatón fue redescubierto por la arqueología. En 1905 el egiptólogo estadounidense James Henry Breasted describía al rey como «el primer individualista de la historia de la humanidad». Para él, y para muchos otros, Akenatón fue un revolucionario cuyas ideas, en especial el concepto de monoteísmo, eran adelantadas para su época por innovadoras y radicales.

Y el registro arqueológico ha sido siempre lo bastante exiguo como para dar alas a la imaginación. El egiptólogo británico Dominic Montserrat, autor de un libro sobre Akenatón subtitulado Historia, fantasía y antiguo Egipto, apuntaba que a menudo tomamos certezas sueltas sobre la antigüedad y las hilamos en relatos propios de la lógica de nuestro mundo.

Lo hacemos, escribe en su obra, «para poder colocar el pasado ante el presente, como si de un espejo se tratase».

Ese espejo moderno de Akenatón ha reflejado casi todas las identidades imaginables: ha sido presentado como un profeta, como un protocristiano, como un ecologista pacifista, como un homosexual declarado y orgulloso y como un dictador totalitario. Su imagen fue abrazada con igual entusiasmo por los nazis y por el movimiento afrocéntrico. Thomas Mann, Naguib Mahfouz y Frida Kahlo incorporaron al faraón en su arte.

Cuando Philip Glass compuso tres óperas sobre pensadores visionarios, optó por Einstein, Gandhi y Akenatón. Sigmund Freud sufrió un desmayo mientras discutía acaloradamente con el psiquiatra suizo Carl Jung sobre si el rey egipcio se resentía o no de un excesivo amor materno. (Según el neurólogo austríaco, Akenatón tenía complejo de Edipo casi mil años antes de que apareciese el mítico rey de Tebas).


Los arqueólogos siempre trataron de resistirse a este tipo de interpretaciones, pero les faltaban piezas clave del rompecabezas. Buena parte del estudio de Amarna se había centrado en la cultura de las élites: escultura y arquitectura reales, e inscripciones de las tumbas de los funcionarios de alto rango.

Durante años los expertos aguardaron a que se presentara la ocasión de estudiar las necrópolis del pueblo llano, conscientes de que la breve existencia de Amarna –17 años– haría de un cementerio una instantánea de la vida cotidiana. Hubo que esperar hasta que, recién entrado el siglo XXI, un examen detallado del desierto circundante identificó por fin vestigios de cuatro cementerios diferentes.


Tras el descubrimiento, arqueólogos y bioarqueólogos invirtieron casi un decenio en excavar y analizar la mayor de esas cuatro necrópolis. Tomaron muestras de al menos 432 esqueletos. De las sepulturas en las que se conoce la edad del fallecido, el 70% no llega a los 35 años y solo nueve individuos parecen haber superado los 50. Más de un tercio perecieron antes de cumplir los 15.

Los niños mostraban retrasos del crecimiento de hasta dos años. Muchos adultos presentaban daños vertebrales, algo que los bioarqueólogos interpretan como una prueba de que la población estaba sometida a un exceso de trabajo, quizá relacionado con la construcción de la nueva capital.


En 2015 el equipo se trasladó a otro cementerio, situado al norte de Amarna, donde exhumaron 135 cuerpos. Anna Stevens, la arqueóloga australiana que dirige el trabajo de campo en las cuatro necrópolis, me contó que enseguida percibieron que aquellos enterramientos eran diferentes. Muchos cuerpos parecían haber sido sepultados apresuradamente, y yacían en tumbas que apenas contienen bienes ni objetos.

No hay indicios de muerte violenta, pero parece que no se respetaron los vínculos familiares; en muchos casos da la impresión de que en la misma tumba se enterraron de cualquier manera dos o tres personas que nada tenían que ver entre sí. Eran jóvenes: el 92% de los individuos inhumados en ese cementerio no superaba los 25 años. Más de la mitad murieron entre los siete y los 15.

«Salta a la vista que no estamos ante una curva de mortalidad normal –me dijo Stevens–. Quizá no sea casualidad que en esta zona se encontrasen las canteras de caliza del rey. ¿Se trata de un grupo de obreros reclutados por su juventud y obligados a trabajar hasta morir?». A su entender, una cosa está clara: «Esto despeja de una vez por todas cualquier tentación de seguir creyendo que Amarna era un buen lugar para vivir».

Para Akenatón, Amarna era un proyecto puro y profundamente visionario. «Ningún funcionario me ha transmitido jamás ninguna prevención al respecto», escribió el rey con orgullo sobre la fundación de la nueva capital. Escogió su ubicación –una amplia zona de desierto virgen sobre la margen oriental del Nilo– porque no estaba contaminada por el culto a ninguna divinidad.

Es posible que también quisiera emular a su padre, Amenhotep III, uno de los mayores constructores de monumentos, templos y palacios de la historia egipcia. Padre e hijo pertenecían a la XVIII dinastía, que llegó al poder tras derrotar a los hicsos, un grupo procedente del Mediterráneo oriental que había invadido el norte de Egipto.

Los antepasados de la XVIII dinastía estaban radicados en el sur de Egipto, y para expulsar a los hicsos copiaron de sus enemigos innovaciones como el carro de guerra y el arco compuesto. Los egipcios profesionalizaron el ejército y, a diferencia de la mayoría de las dinastías precedentes, la XVIII mantuvo uno permanente.

También eran buenos diplomáticos, y con el tiempo el imperio se extendió desde lo que hoy es Sudán hasta la actual Siria. Los extranjeros
llevaron a la corte de Egipto riquezas y conocimientos nuevos, lo que tuvo efectos de gran calado. Con Amenhotep III, que reinó aproximadamente entre 1390 y 1353 a.C., el estilo artístico de la realeza viró hacia unos planteamientos que hoy describiríamos como más naturalistas.

Aunque Amenhotep III se mostraba abierto a las nuevas ideas, también miraba hacia el pasado remoto. Estudió las pirámides de reyes que habían vivido hacía más de un milenio e incorporó elementos tradicionales en festividades, templos y palacios reales. Mantuvo el culto al dios Amón, patrón de Tebas, pero empezó a dar relieve también a Atón. Representado como un disco solar, Atón era una manifestación del dios Sol Ra, una reminiscencia de un antiguo culto religioso.

Su hijo subió al trono como Amenhotep IV, pero durante el quinto año de su reinado tomó dos decisiones cruciales: cambió su nombre por el de Akenatón –«el que place a Atón»– y abandonó Tebas para fundar su nueva capital en el lugar que hoy conocemos como Amarna. La llamó Akenatón, que significa «horizonte de Atón», y muy pronto en aquel trozo de desierto desolado había surgido una ciudad habitada por 30.000 personas. Con gran rapidez se erigieron palacios y templos enormes: el Gran Templo de Atón medía unos 800 metros de largo.

Entre tanto, el arte egipcio experimentaba su propia revolución. Las tradiciones inamovibles que durante siglos habían definido las temáticas, proporciones y posturas en que los modelos posaban en las pinturas y esculturas quedaron trastocadas por Akenatón. Los artistas empezaron a plasmar escenas realistas y dinámicas del mundo natural y a retratar al faraón y su esposa, la reina Nefertiti, en actitudes rompedoras por su naturalidad e intimidad.

El matrimonio aparece be­sando y acariciando a sus hijas. Las facciones de Akenatón tienen la intención de impresionar: mandíbula enorme, labios belfos y ojos almendrados. Según la visión del joven rey, la religión se simplificaba radicalmente.

Los egipcios adoraban hasta un millar de dioses, pero Akenatón era fiel a uno. Nefertiti y él eran los únicos intermediarios entre el pueblo y Atón, asumiendo el papel del estamento sacerdotal. Nefertiti tenía consideración de corregente y, aunque no está claro si ejerció un poder político efectivo, sí poseía un estatus religioso y simbólico excepcional en una reina.

La nueva situación debió de originar fricciones con los sacerdotes del antiguo orden, que seguían adorando a Amón. Tras unos años en Amarna, el faraón ordenó que se arrancasen todas las imá­genes de Amón de los templos estatales. Fue un acto de audacia inconcebible: era la primera vez en la historia que un rey atacaba a un dios. Pero a menudo las revoluciones se vuelven contra sus mayores entusiastas, y aquella violencia acabaría aniquilando las creaciones del propio Akenatón.

Llegué a las ruinas del Gran Templo de Atón justo el día que Barry Kemp hallaba un fragmento de una estatua rota de Akenatón. Kemp, profesor emérito de la Universidad de Cambridge y director del Proyecto Amarna, lleva trabajando en el yacimiento desde 1977. Ha dedicado a excavar la ciudad el triple de años que tardó Akenatón en construirla.

«Qué belleza –dijo, sosteniendo el fragmento de piedra esculpida en el que solo se veía la parte inferior de las piernas del rey–. Estos daños no son accidentales». La arqueología en Amarna tiene algo de investigación forense porque muchas piezas fueron destruidas deliberadamente tras la muerte repentina del rey hacia 1336 a.C. Su único hijo y heredero era Tutankatón, un niño de menos de 10 años que enseguida sustituyó el «Atón» de su nombre (Tutankatón) por el título del dios que tanto había odiado su padre: Tutankamón.

Abandonó Amarna y abrazó de nuevo las antiguas tradiciones. Tutankamón murió de improviso, y el jefe de su ejército, Horemheb, se autoproclamó faraón en el que posiblemente haya sido el primer golpe de Estado militar de la historia.

Horemheb y sus sucesores, entre ellos Ramsés el Grande, desmantelaron los palacios y templos de Amarna. Destruyeron las estatuas de Akenatón y Nefertiti y expurgaron el nombre del rey hereje y sus sucesores de las listas oficiales de gobernantes egipcios. Tan eficaz fue aquel acto de damnatio memoriae que explica en parte por qué la tumba de Tutankamón escapó a gran parte del expolio del que fue objeto el Valle de los Reyes.

En la época faraónica, generación tras generación de saqueadores peinaban aquellas tumbas, pero la de Tutankamón apareció casi intacta. La gente simplemente olvidó que estaba allí.

También olvidó casi todo de la vida en Amarna. Las últimas excavaciones de Kemp han revelado que el Gran Templo de Atón fue destruido y reconstruido en algún momento del año 12 del reinado de Akenatón. El fragmento de estatua que me mostró coincidía en la datación: había sucumbido por orden del propio rey, no de sus sucesores.

«Desde nuestro punto de vista es una maniobra muy extraña –me confesó Kemp, explicando que Akenatón usó aquellos cascotes para cimentar un templo nuevo, reinventado–. La estatua ya no se necesitaba, así que la redujeron a escombros. No se nos cuenta qué es lo que estaba pasando».

Hay otras pruebas en un excepcional estado de conservación. Los asentamientos antiguos solían situarse en el valle del Nilo, donde milenios de crecidas y presencia humana han destruido las estructuras originales. Pero Amarna está en el desierto, por encima del río. Por ese motivo el lugar estaba deshabitado antes de Akenatón, y por ese motivo se abandonó completamente después de él. Todavía hoy se ven los muros de ladrillo originales de las casas de Amarna, y hay fragmentos de cerámica por doquier. Puede visitarse el edificio de 3.300 años de antigüedad en el que un equipo de arqueólogos alemanes halló el famoso busto policromado de Nefertiti en 1912.

Kemp me contó que se interesó en Amarna porque era un yacimiento intacto, no por Akenatón. El arqueólogo cree que al rey se le han atribuido demasiados rasgos modernos y que el mero uso del término religión en referencia al antiguo Egipto es «un extravío».

Como la mayoría de los expertos actuales, no califica a Akenatón de monoteísta, porque es un adjetivo con demasiadas connotaciones de las subsiguientes tradiciones religiosas y porque durante el reinado de este faraón la mayoría de los egipcios perseveraron en el culto a otras deidades.

No obstante, Kemp no se resiste del todo a especular sobre el carácter del rey. Le impresionan la volubilidad de su pensamiento y su capacidad de obligar a los trabajadores a llevar a cabo sus caprichos. En el Gran Templo de Atón, me mostró los restos de grandes altares de ofrendas de adobe que en su día debieron de estar repletas de alimentos y de incienso, como parte de los ri­tuales.

El número es sorprendente: más de 1.700. «Nos permite entrever a un hombre con un pensamiento que raya en lo obsesivo», afirmó Kemp, quien también ha escrito lo siguiente: «El peligro de ser un monarca absoluto es que nadie se atreve a decirte que acabas de decretar un disparate».

Esa absoluta libertad de acción probablemente también inspiró la emancipación artística. Ray Johnson, director de la Casa de Chicago, el centro de investigación en Luxor de la Universidad de Chicago, cree que Akenatón debió de ser «un genio de la creatividad», pese a sus tendencias obsesivas y despóticas. «Las representaciones artísticas tardías de Amarna son bellísimas –me dijo–.

Sus autores rechazan el canon afectado y exagerado del arte egipcio tradicional y adoptan un estilo mucho más laxo. Las representaciones femeninas en concreto son de una sensualidad increíble».

Recientemente Johnson ha recompuesto digitalmente bajorrelieves y estatuas juntando fragmentos que estaban diseminados en colecciones del mundo entero. Me mostró un «ensamblaje» virtual en el que había encajado la fotografía de un fragmento localizado en Copenhague con la de otro custodiado en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. «Los separan 6.000 kilómetros, pero me percaté de que encajan», me dijo.

La reunificación revela una escena sorprendente: Akenatón celebra un rito no con Nefertiti, sino con Kiya, otra esposa, que carecía del estatus de reina.

Los expertos que participan en esta labor y con los que hablé parecían tener una opinión más benévola de Akenatón, quizá nacida del estrecho contacto con su arte. Las obras artísticas son el legado más perdurable del rey, al menos hasta que fue redescubierto en nuestra época.

Al pueblo le faltó tiempo para abandonar su ciudad y sus ritos, pero el estilo artístico de Amarna influyó en los períodos posteriores. Marsha Hill, conservadora del Metropolitano de Nueva York, me confesó que trabajar con los fragmentos escultóricos de Amarna le ha inspirado una opinión más positiva sobre Akenatón. «En mayor o menor medida, a todo el mundo le son simpáticos los revolucionarios –me dijo–.

Nos gustan las personas que tienen una buena idea, una idea potente que nos induce a pensar que todo va a ir mejor. Yo no veo en Akenatón un personaje destructivo. Sí, es cierto que su idea naufragó, pero eso suele ocurrir. El vapor se va acumulando en el subsuelo hasta que explota, y luego hay que recomponerlo todo».

La actual revolución egipcia ha hecho más difícil todavía, si cabe, el estudio arqueológico de los vestigios –fragmentados y desperdiga­dos– del reinado de Akenatón. En febrero de 2011 las protestas de la plaza Tahrir forzaron la dimisión del presidente Hosni Mubarak después de casi tres décadas al mando del país.

En 2012 Egipto celebró los primeros comicios presidenciales de su historia, de los que salió victorioso Mohamed Morsi, uno de los dirigentes de los Hermanos Musulmanes, pero fue derrocado por un golpe militar tras apenas un año en el cargo. A raíz de aquello, las fuerzas de seguridad masacraron en El Cairo a cientos de partidarios de Morsi.

Se registraron violentas protestas en todo el país, como en Mallawi, ciudad ubicada frente a Amarna, al otro lado del Nilo. En agosto de 2013 una turba de seguidores de Morsi atacó una iglesia copta, un edificio gubernamental y el Museo de Mallawi. Durante los disturbios el portero del museo fue asesinado y robaron todas las piezas que pudieron llevarse, en total más de 1.000. Desde entonces la policía ha recuperado la mayoría de ellas, pero el museo tardó tres años en reabrir sus puertas.

En Amarna el avance de la agricultura es una amenaza incluso mayor que los saqueos. Ahora que puede bombearse el agua desde el río con motores diésel, los agricultores están ocupando el terreno desértico, incluidas partes de la ciudad milenaria que aún no se han excavado.

En teoría el yacimiento tiene protección oficial, pero la revolución ha complicado sobremanera su salvaguardia. Mohammed Khallaf, entonces director de la oficina de antigüedades de Menia, la capital de la región, me explicó que los habitantes de la zona de Amarna pueden cultivar por ley unos 300 feddans (126 hectáreas). «Pero infringiéndola han sumado otros 300 –me dijo–. El 80% de la usurpación se ha producido después de la revolución».

La revolución también ha paralizado las obras de construcción del Museo de Atón, el edificio más imponente de Menia. Diseñado por arquitectos alemanes y egipcios, su moderna estructura, que recuerda a una pirámide, se yergue 50 metros a orillas del Nilo.

En todo Egipto, Akenatón es el único faraón en cuyo honor todavía se erigen construcciones monumentales. Ello da fe de que los líderes islámicos del país explotan la identidad popular del Akenatón monoteísta, pero al mismo tiempo se diría que el suyo es un legado condenado a vivir turbulencias políticas. En el museo se habían invertido más de 9 millones de euros cuando de la noche a la mañana dejó de financiarse, víctima del colapso económico post-Tahrir.

El día que visité el complejo me encontré con 11 empleados sentados en una oficina con las luces y el aire acondicionado apagados; en el exterior la temperatura era de 43 °C. Mohammed Shaben se presentó como el director informático del museo y se disculpó por el calor: no tenían suministro eléctrico. Pregunté a qué se dedica un director informático cuando no hay electricidad. «A nada –respondió–. Todos estamos esperando».

Tenía 26 años; la mayoría de sus compañeros eran aún más jóvenes. Todos tenían estudios: eran conservadores, diseñadores de interiores, restauradores de arte. En torno al 60% de la población egipcia tiene menos de 30 años; los jóvenes dominaron las protestas de la plaza Tahrir. También son ellos quienes han pagado el precio más caro al fracasar la revolución.

Desde el golpe militar, la disidencia ha sido castigada con brutalidad y las cárceles recluyen a decenas de miles de presos políticos, muchos de ellos jóvenes. Casi un tercio de la juventud del país está en paro. Shaben me contó que tanto a él como a otros funcionarios públicos se les exigía presentarse en su puesto de trabajo y matar las horas en él, pese a que la construcción del complejo estaba paralizada.

Me enseñó el museo, que consta de cinco plantas, 14 salas de exposiciones y un auditorio, todo a medio construir y a merced de los elementos. Por doquier se veían losetas, barras de acero co­­rrugado y tubos de aire acondicionado oxidados. «Ojo con los murciélagos», me advirtió cuando entramos en el auditorio. Algún día, me dijo, tendrá un aforo de 800 espectadores.


Ahmed Gaafar, el joven inspector de antigüedades que nos acompañaba, se quejaba de que la agitación política había estancado su carrera de conservador. Es un patrón que siempre se repite, desde las tumbas de Amarna hasta la frustración de Tahrir: en todas partes y en todo mo­mento, las revoluciones fagocitan a los jóvenes.

Gaafar mencionó las recientes elecciones presidenciales, en las que ganó Abdelfatah el-Sisi, el general al mando del golpe que había derrocado al líder islamista Morsi. Gaafar veía un paralelismo entre aquel golpe y la era de Akenatón.

«Hay quien dice que Morsi es como Akenatón, y El-Sisi, como Horemheb –dijo–. Horemheb liberó Egipto de un Estado teocrático que se debilitaba por momentos. –En tono esperanzado, añadió–: Y abrió la puerta al período ramésida, que fue el de mayor esplendor de la historia de Egipto. Con El-Sisi ocurre lo mismo: está preparando a Egipto para que recupere su grandeza».

Esa idea –preparar a Egipto para que recobre su grandeza– es muy anterior a El-Sisi e incluso al propio Akenatón. En el antiguo Egipto, tras los períodos de debilidad o desunión, los dirigentes solían declarar un wehem mesut, que literalmente significa «repetición del parto»: un renacimiento. Con símbolos antiguos se valían de las glorias pretéritas para prometer éxitos futuros.

Tutankamón declaró un wehem mesut y parece ser que Horemheb hizo otro tanto. La estrategia sigue viva en la actualidad en otros lugares del mundo. Las revoluciones ganan legitimidad cuando se vinculan con el pasado, y eso explica por qué muchas de las pancartas de la plaza Tahrir iban acompañadas de imágenes de los líderes políticos Gamal Abdel Nasser y Anwar el-Sadat.

En 2012, cuando Morsi y los Hermanos Musulmanes llegaron al poder, aprobaron una Constitución que aludía al «monoteísmo» de Akenatón, y titularon su programa político Nahda, que en árabe significa renacimiento.

En Egipto siempre ha existido la tentación de reflejar el pasado en el espejo moderno, re­creando el mundo faraónico a nuestra propia imagen. Pero también es cierto que los antiguos egipcios desarrollaron tácticas políticas sofisticadas; al fin y al cabo, su sistema político perduró más de 3.000 años. Introdujeron el concepto de reinar por la gracia de dios, así como muchos símbolos universales de poder, como la corona y el cetro.

El arte de Amarna solía tener funciones propagandísticas, con representaciones de Akenatón entregando premios a sus aduladores y paseándose por la ciudad con su deferente guardia personal. Barry Kemp afirma que todas esas escenas constituyen «una caricatura inopinada de todos los líderes modernos seducidos por las mieles de la exhibición carismática».

En las ruinas del Gran Templo de Atón pregunté a este egiptólogo inglés si esos patrones de pensamiento y conducta son universales y atemporales. «Pertenecemos todos a la misma especie –me respondió–. Hasta cierto punto estamos programados para pensar y actuar de la misma manera. Pero las tradiciones que se mantienen en el tiempo moderan a las sociedades. Esa es nuestra responsabilidad: hallar el equilibrio entre patrones universales y patrones culturales distintivos».

El Proyecto Amarna, que coordina las investigaciones sobre el terreno, cuenta con un despacho en un edificio contiguo a la plaza Tahrir. Anna Stevens me contó que ese entorno le ha aportado una nueva perspectiva a la hora de contemplar el pasado. «Vivir los acontecimientos de esta época me ha llevado a meditar mucho sobre Akenatón y el impacto de las revoluciones –me dijo, refiriéndose al ascenso de El-Sisi–.

Me llama la atención el interés que siempre despierta la figura del hombre fuerte como líder». Me comentó que en las tumbas de los altos dignatarios de Amarna aparece imaginería de Atón y la familia real, pero que hasta la fecha no se han hallado imágenes similares en las necrópolis del pueblo llano. «No hay ni una sola mención a Akenatón ni a Nefertiti –aseguró–. Es como si aquel no fuese su espacio».

La arqueóloga observa una dinámica parecida en el elitismo de la política actual: «Puedes introducir transformaciones radicales en las altas esferas, pero por debajo nada cambia. Puedes trasladar una ciudad entera a otra parte de Egipto; puedes trasladar todo un grupo humano a la plaza Tahrir, pero nada cambia».
En su opinión, una revolución es un acto de narración selectiva.

«Akenatón está creando un relato –me dijo un día en su despacho, y acto seguido señaló una imagen de los esqueletos de un cementerio plebeyo–. Pero en realidad ese relato no es para estas gentes».

Jamás conoceremos la historia de esas personas, de igual manera que no nos fijamos en la vida de la mayoría de los egipcios de hoy cuando ponemos toda nuestra atención en las figuras dominantes de la política nacional: Mubarak, Morsi y El-Sisi. Si nos cuesta aprehender toda la variedad de experiencias revolucionarias de los últimos seis años, ¿qué posibilidad tenemos de comprender como es debido los vaivenes políticos de mediados del siglo XIV a.C.?

«¡Así es la vida!», dijo al fin Anna Stevens. Ocupaba un despacho seis pisos por encima de la plaza Tahrir y estaba rodeada de un batiburrillo de datos de las excavaciones de Amarna. Pero parecía cómoda con la incertidumbre fundamental de Akenatón: los misterios de su fe, los mensajes de los huesos de sus súbditos y todas las piezas rotas que nunca podrán recomponerse. Sonrió y dijo: «No hay relato claro».