viernes, 26 de agosto de 2016
National Geographic:Muertes misteriosas en Pompeya
El misterio podría ser considerado como caso resuelto. Hay dieciocho cadáveres y sabemos quién fue el asesino. Su nombre: el Vesubio. Liquidó a casi todas sus víctimas en un solo día, el año 79 d.C. Sepultó los cuerpos bajo una mortaja de cenizas ardientes, rocas fundidas y masas de aire abrasador que pudo alcanzar los 800 °C. Pero algunos de los dieciocho finados no murieron hasta semanas, incluso meses más tarde. Y eso es todo cuanto sabemos sobre lo que pudo suceder aquel día en la casa de Menandro.
ç
Es 24 de agosto del año 79 y la actividad comercial anima las callejuelas de la ciudad, situada al abrigo del golfo de Nápoles. En el puerto, en la desembocadura del Sarno, los obreros desestiban los barcos procedentes de Nola, Acerrae y Nuceria, cargados con mercancías del interior del país, que son transbordadas a buques mayores, especialmente diseñados para navegar por alta mar. Baldes llenos de garum, una salsa elaborada a base de pescado, humean al sol. De vez en cuando resuenan los martillazos procedentes de algún edificio cercano: son las obras de reconstrucción de Pompeya tras los estragos causados por el gran terremoto de hace 17 años. El discurrir cotidiano de una población próspera en tiempos de la antigua Roma.
La pesadilla empieza hacia la una de la tarde. La tierra ruge. Casi nadie levanta la vista: aquí la gente está acostumbrada a los temblores de tierra. Pero si a pesar de todo uno lleva su mirada hacia el Vesubio, ve una columna de humo. Plinio el Joven escribirá más tarde en una carta a Tácito: «Una nube de tamaño y aspecto insólitos. [...] La forma recordaba la de un árbol, concretamente la de un pino. Se elevaba como un tronco gigantesco y en el aire se desplegaba en ramas».
Empieza a caer ceniza y luego rocas fundidas. Los habitantes de Pompeya comprenden entonces que deben huir, alejándose todo lo posible o refugiándose en las viviendas. Quince personas encuentran cobijo en la casa de Menandro.
Al día siguiente, Pompeya es historia. Sepultada debajo de 3,3 kilómetros cúbicos de cenizas y lava, ha dejado de existir, compartiendo destino con Herculano, Boscoreale, Estabia y Oplontis. Miles de personas han perecido.
Las preguntas que hoy plantea Jens-Arne Dickmann, arqueólogo de la Universidad de Heidelberg, son las de un investigador criminal. Desde hace años trabaja en Pompeya y ha centrado su tesis en el entorno patricio de esta ciudad de provincias romana. El caso que ahora le interesa es el de la casa de Menandro: ¿qué ocurrió hace casi dos milenios en esta villa señorial? ¿Quiénes eran los individuos que quedaron sepultados en ella? ¿Qué les pasó? ¿En qué momento? Y, en términos más generales, ¿cómo se vivía en esa casa? «Durante mucho tiempo los investigadores se interesaron sobre todo en los aspectos relativos a la historia del arte –dice–. Sin embargo, a partir de ahora nos esforzamos por reconstruir los modos de vida específicos de una cultura extinguida.» La casa de Menandro es para él una especie de cold case: un crimen no resuelto que quiere reabrir para tratar de aclarar, volviendo a estudiar las pruebas.
Tras quedar enterrada, Pompeya fue poco a poco cayendo en el olvido en el transcurso de los siglos posteriores a la violenta erupción del Vesubio. Hubo que esperar hasta principios del siglo XVIII para que se descubrieran sus ruinas. Y con ellas, sus tesoros: monedas, joyas, frescos. Los reyes de Nápoles se entusiasmaron con el hallazgo. Carlos III, rey de España, y posteriormente su hijo Fernando I de Borbón-Dos Sicilias ordenaron emprender unas excavaciones para recuperar los objetos de valor.
El interés por la Antigüedad vivía en aquella época un momento de esplendor entre los círculos cultos europeos. Mozart visitó Pompeya en 1770; Goethe lo hizo en 1787. El poeta alemán declaró al descubrir las ruinas que es imposible no sentirse «asombrado ante la angostura y pequeñez» de esta ciudad. Todavía hubo que esperar un siglo para que los trabajos científicos se desarrollaran de forma sistemática. A partir de 1863 Giuseppe Fiorelli, director del Museo Nacional de Nápoles y de las excavaciones de Pompeya y Herculano, inició las tareas de retirar los escombros de la parte superior de las viviendas. Asimismo hizo que se sacaran moldes en yeso de las víctimas. Pero un conjunto quedó al margen de las excavaciones en la insula (manzana de casas) I-10: la casa de Menandro, así llamada por uno de sus frescos en el que está representado el comediógrafo griego Menandro, considerado el autor más destacado de la comedia nueva. Los restos de esta mansión no salieron a la luz hasta la década de 1920 de la mano del arqueólogo italiano Amedeo Maiuri, quien descubrió no solo a sus ocupantes sino también un verdadero tesoro de plata que hasta la fecha continúa siendo un misterio. El nuevo director de las excavaciones despejó a buen ritmo una casa tras otra. Sus trabajos fueron los últimos de envergadura. Desde hace 50 años solo se han llevado a cabo excavaciones bastante modestas.
Hubo otros científicos interesados en la casa de Menandro, entre ellos el inglés Roger Ling en la década de 1970 y posteriormente la italiana Grete Stefani. Pero tampoco ellos consiguieron identificar a las víctimas halladas en la villa.
Es un caso peliagudo. En los años veinte, las excavaciones del equipo de Amedeo Maiuri localizaron dieciocho cadáveres: diez en el pasillo, entre las estancias nobles y las dependencias de los esclavos, tres en las caballerizas, dos en la cámara del administrador del predio. ¿Quiénes eran? ¿Miembros de esta rica familia de terratenientes o esclavos que alojaban en la casa para tenerlos siempre a su disposición? Y lo más intrigante, detrás del acceso a un comedor se localizaron otros tres cuerpos junto a varios picos y palas. El misterio estaba servido.
¿Por qué había herramientas cerca de los cadáveres? ¿Vivían esas personas en la casa? Y, si no, ¿qué estaban haciendo? ¿Eran saqueadores en busca de tesoros como los que describen las fuentes antiguas? «¿Sabían que había piezas de plata en el sótano de la vivienda?», se pregunta Dickmann. Para despejar estos interrogantes, recurre a los informes de las excavaciones y a las publicaciones de otros arqueólogos. Su principal herramienta es la experiencia. Su pericia radica en la capacidad de combinar los conocimientos previos con sus propias observaciones.
La casa de Menandro está cerca del Gran Teatro de Pompeya. En una de las vitrinas de la habitación 19 están expuestos los restos de los diez primeros cuerpos, calcinados y unidos entre sí por la erupción del Vesubio. Maiuri los dejó en un solo bloque. Vértebras, costillas y el hueso de una pierna sobresalen de esa masa compacta. A un lado, el cráneo de un niño. Tres de esas personas tenían menos de cinco años.
En esta vitrina hay otro cuerpo. Apareció en su cama durante las excavaciones dirigidas por Maiuri. Sus aposentos estaban separados, en un extremo del edificio reservado a los esclavos. ¿Era el administrador del predio? Los muros de su dormitorio, revestidos de una capa blanca, están decorados con pinturas de paisajes. «En el suelo, al pie de la cama, el equipo halló el cadáver acurrucado de una niña», explica Dickmann. ¿Era su hija? ¿Una joven esclava? Un análisis genético podría revelar si estas dos personas estaban emparentadas, pero es una prueba cara. Se desconoce también el nombre de la niña. Pero el del hombre tal vez no sea un enigma. En el umbral de sus aposentos los arqueólogos exhumaron un sello con la siguiente inscripción: «Q POPPAEI EROTIS». ¿Era Eros un antiguo esclavo de Quintus Poppaeus que, una vez convertido en liberto, pasó a administrar la propiedad? ¿Podemos entonces suponer que Quintus Poppaeus era el dueño de esta residencia?
Este único sello no es una prueba lo bastante sólida para hacer semejante afirmación, subraya Dickmann. ¿Pertenecía en exclusiva al administrador? ¿Se había confeccionado expresamente para él, o llegó a sus manos por otras vías? Sea como fuere, en sus aposentos también se descubrió un cubo de bronce, que ya entonces tenía tres siglos de antigüedad y estaba restaurado con sumo esmero, una pieza antigua que sin duda se remontaba en el tiempo varias generaciones.
A los pies de la cama de Eros se encontró una bolsa de cuero con 560 sestercios en monedas, mucho más de lo que ganaba un obrero en un día. ¿Con qué objeto había ahorrado esa cantidad el administrador y cómo gastaba su dinero? En la entrada a sus aposentos se lee una inscripción: «Nucerea(e) quaeres ad Porta(m) Romana(m) in Vico Venerio, Novelliam Primigeniam» («En Nocera pregunta por Novelia Primigenia, junto a la Puerta Romana, en el barrio de Venus»). En Pompeya muchas prostitutas se hacían llamar «Primigenia» por la clientela.
Los aposentos del administrador permiten hacer ciertas deducciones acerca del propietario de la casa de Menandro. Jens-Arne Dickmann me muestra un muro desnudo: «En el informe de excavación de Maiuri se dice que aquí aparecieron colgados quince cuchillos para podar vides y árboles –también había un par de tijeras de trasquilar–. El número de utensilios sugiere que el administrador los distribuía entre los esclavos cuando estos salían a trabajar». El dueño de la casa debía de poseer muchas tierras en los alrededores de Pompeya.
La riqueza de la ciudad provenía en realidad de la tierra. Los fértiles suelos volcánicos eran muy adecuados para la viticultura; y el mar era una rica pesquería. Hasta las piedras de la región reportaban dinero: con ellas se fabricaban las mejores muelas de almazara de todo el país.
En los terrenos político y cultural, sin embargo, la importancia de Pompeya era menor. La ciudad debe su fama tardía al hecho de haberse quedado petrificada en el mismo estado en que se encontraba en el momento de la catástrofe, ofreciéndonos así una instantánea de cómo vivían los romanos de aquella época en una pequeña ciudad de provincias.
Todo apunta a que la generosidad de las tierras circundantes permitió amasar una fortuna al dueño de la casa de Menandro. El ala noble constaba de estancias amplias y baños con calefacción, que se calentaban desde la zona de los esclavos. Desde allí, una escalera conducía al sótano, donde el equipo de Maiuri hizo un descubrimiento sensacional los días 4 y 5 de diciembre de 1930: 118 piezas de plata, 24 kilos en total, envueltas con esmero en paños de tela y lana, embaladas en una caja. Fuentes, platos, copas, cucharas: todo lo que no podía faltar en la mesa de un romano adinerado, un tesoro que además nos revela cómo vivía el dueño de la casa.
Acompaño a Dickmann hasta el triclinio, unas cuantas estancias más allá. Todas las residencias de los patricios ricos disponían de varios comedores de este estilo. Había tres bancos corridos dispuestos en forma de herradura en torno a la mesa, espacio suficiente para dar cabida al anfitrión y a ocho invitados.
El arqueólogo me muestra unas marcas en el suelo de mosaico. «Se distingue perfectamente dónde estaban los muebles.» Los romanos eran muy aficionados a los banquetes. En función de la ocasión y la época del año, y según la importancia de los invitados, el señor de la casa elegía el triclinio más adecuado. El comedor más amplio se conoce hoy por un nombre exento de toda poesía, la habitación 18. Pero su importancia salta a la vista: 87,50 metros cuadrados y techos de 8 metros de altura (restaurados en la época moderna), con paredes de tonalidades amarillas adornadas con motivos dionisíacos: máscaras, sátiros, ninfas.
La habitación 19, contigua a la anterior, es más pequeña y está decorada con el mismo estilo. Aquí está instalada la vitrina con los muertos. Al otro lado está la habitación 15, que también hacía las veces de comedor. Las tres piezas dan al peristilo. Era tal la importancia del banquete en la sociedad romana que la casa se construía alrededor de esa actividad social. Ninguna columna bloquea la vista al exterior. «Los invitados podían así disfrutar plenamente de la vista de plantas y fuentes», dice Dickmann.
El poeta romano Marcial (40-102/104 d.C.) describe las viandas que llenaban los platos en tales ocasiones. Los entrantes consistían en lechuga, puerro y atún; después se servían salchichas, coles y panceta, y para terminar el ágape, uvas, peras y castañas.
El equipo de Amedeo Maiuri halló, entre la vajilla de plata, un tesoro dentro del tesoro: un cofrecillo que contenía diversas joyas de oro y monedas por valor de 1.432 sestercios, sin duda los ahorros del hogar. Algunas pulseras del cofre son objetos muy aparentes pero poco refinados, del estilo de los que estaban de moda en el siglo I: alhajas creadas para la ostentación.
Aunque era una de las residencias más señoriales de la ciudad, la casa de Menandro no estaba exenta de defectos. «La ubicación, por ejemplo –apunta Dickmann–. No da a la calle principal de la ciudad, la Vía de la Abundancia, sino que está justo detrás, un poco retirada, en una calle de menor importancia.» A ello se le suma que en el año 79 ya era una vivienda bastante antigua. La parte de delante, núcleo central de esta propiedad, data sin duda del siglo II a.C., lo que explica el reducido tamaño del atrio.
Las casas más recientes de Pompeya son edificios más suntuosos. El mensaje dirigido al visitante que ponía los pies en ese tipo de residencias era claro: dispongo de los medios necesarios para permitirme tanto espacio. «El dueño de la casa de Menandro no quería ser menos, por supuesto», asegura Dickmann. Pasea su mirada por dos columnas exageradamente grandes. Erigidas en el acceso a una estancia que comunica con el patio interior, consiguen que aquella parezca más grande de lo que en realidad es.
«A juzgar por las dimensiones y el equipamiento de la casa, su propietario debía de ser uno de los ciudadanos más acaudalados de la ciudad.»
¿Quiénes eran entonces los potentados de Pompeya? Conocemos a algunos de los que llevaban las riendas económicas y políticas de la ciudad. Todavía se distinguen sus nombres en las fachadas de numerosas casas, escritos en letras rojas de cara a las elecciones a los puestos de edil (funcionario municipal) o de duunviro (presidente del consejo municipal). A menudo los gremios profesionales se significaban en pleno a favor de un candidato. Los orfebres proponían para el puesto de edil a Cuspio Pansa y los panaderos apoyaban a Trebio Valens.
El arqueólogo Roger Ling opina que el propietario de la casa de Menandro desempeñaba un papel activo en la vida política: «Creo que como mínimo era decurión, esto es, miembro electo vitalicio del consejo municipal». Los decuriones eran figuras prominentes. Se ocupaban de la seguridad y la organización de festejos. Financiaban de su bolsillo los juegos y las fiestas. «Incluso es posible que el dueño de la casa de Menandro fuese presidente del consejo.» En ese caso estaría obligado a recibir ciudadanos en su domicilio. Probablemente a eso se destinaban las salas suntuosamente decoradas de la casa.
Roger Ling ha estudiado también la pista que conduce a Quintus Poppaeus, cuyo nombre figura en el sello recuperado de los aposentos del administrador. Documentos jurídicos de la época mencionan a un tal Q. Poppaeus, edil de Pompeya en el año 39 o 40 d.C., es decir, 40 años antes de la erupción del Vesubio. Pero no se tiene la certeza de que ese hombre viviese todavía en el momento de la catástrofe.
Ling ha encontrado asimismo otros dos nombres, pero sin indicación de rango ni de función. Se trata sin duda de esclavos libertos, lo que descarta por completo que fuesen los propietarios de una hacienda tan lujosa.
El primer enigma radica en la identidad del propietario y de los ocupantes de la casa de Menandro; las tres víctimas provistas de picos y palas constituyen el segundo, más misterioso aún. Arrodillado en el suelo de una de las habitaciones, Jens-Arne Dickmann mide un agujero abierto en un muro. Por toda Pompeya encuentras aberturas de este tipo: boquetes ovalados practicados en las paredes, con el tamaño justo para que pase un hombre. Por esos butrones entraban y salían los saqueadores, abriéndose paso a través de las cenizas y el lapilli, fragmentos de lava y escorias. «Al poco tiempo de la erupción del Vesubio, una comisión creada en Roma con gran celeridad organizó el traslado de estatuas y columnas, de vigas y paramentos –explica Dickmann echando un ojo a la estancia contigua a través del agujero–. Los autores antiguos Dión Casio y Suetonio incluso señalan a los culpables: los curatores Campaniae restituendae, nombrados entre los senadores y ex magistrados y encargados de organizar la reconstrucción de las ciudades de la región del Vesubio que todavía estuvieran habitables.»
Por este motivo las excavaciones emprendidas a principios del siglo XIX sacaron a la luz un foro y un teatro prácticamente vacíos. Ni estatuas de prohombres, ni elegantes fachadas de mármol. Los salones y los templos habían sido despojados hasta los cimientos. Los ayudantes de los curatores Campaniae restituendae habían desmontado todo lo que pudiera reutilizarse en otros lugares. El mármol, por ejemplo, era un material de construcción sumamente valioso. Hasta las estatuas podían reciclarse, pues no había grandes diferencias entre dos ciudadanos vestidos con toga. Una vez se le colocaba una cabeza nueva, un prócer pompeyano podía convertirse en un abrir y cerrar de ojos en un prestigioso ciudadano de otra ciudad. Jens-Arne Dickmann no tiene dudas: «Tarde o temprano demostraremos que en Pozzuoli (la antigua Puteoli) o en Nocera (Nuceria) hay elementos constructivos originarios de Pompeya».
Las verdaderas riquezas, no obstante, estaban en los domicilios particulares. Cierto es que Pompeya quedó irreconocible, sepultada por la erupción debajo de varios metros de cenizas y lapilli, «pero quien la conociese aún podía orientarse», afirma Dickmann. Seguramente era posible distinguir los edificios más altos gracias a los montículos que formaban. Y con toda seguridad los supervivientes intentaron rescatar sus bienes. Pero las ruinas también atrajeron a individuos más que sospechosos.
«Algunos saqueadores pertenecían probablemente a bandas organizadas de cierta importancia», apunta Dickmann. Encima de la puerta de una casa alguien escribió el graffiti siguiente: «doummos pertousa». Quienquiera que fuese el autor tenía ciertas lagunas gramaticales. En latín correcto debería haber escrito «domus pertusa» (casa perforada; en otras palabras, ya excavada). Así se informaba a los demás ladrones de que habían llegado tarde. «Lo que me parece particularmente interesante son las erratas en latín –señala Dickmann–. Podemos conjeturar que el saqueador era un esclavo para quien el latín era un idioma extranjero. Su lengua materna era sin duda el griego, como indica la “u” de la palabra “pertusa” alargada como “ou”.»
La tarea de los intrusos no era difícil, pero sí muy peligrosa. El material blando proyectado por el volcán podía desmoronarse en cualquier momento, o venirse abajo el techo y enterrar a los saqueadores.
El destino debió de depararles ese final a los tres individuos cuyos esqueletos descubrió Amedeo Maiuri, con sus palas y sus picos, en el umbral de la habitación 19. En el informe de excavación el arqueólogo consignó con precisión la posición de los cuerpos: encogidos en posición fetal. Algunos investigadores han concluido que estas tres personas no eran saqueadores sino residentes de la casa asfixiados por los gases tóxicos de la erupción que, en su agonía, se acurrucaron sobre sí mismos. «Yo creo que no –declara Dickmann–. ¿Por qué razón iban a estar transportando, en el momento de su muerte, picos y palas?»
Uno de los esqueletos es visiblemente más pequeño que los otros dos: un niño o un adolescente acompañaba a los ladrones en su incursión. Para Dickmann tiene toda la lógica del mundo: «Llevaban niños consigo porque son más menudos y pesan menos. Podían pasar por huecos mucho más estrechos y, con su peso, el riesgo de provocar derrumbamientos de escombros era menor».
El arqueólogo introduce la cabeza por uno de los butrones y toca los bordes del agujero: «Fíjese, por esta parte la abertura es claramente más grande que por la otra, lo que significa que abrieron el muro por este lado a fuerza de pico». Si se estudia la dirección de los golpes de pico y la sucesión de aberturas, puede reconstruirse el avance de las cuadrillas a través de la casa de Menandro. Dickmann ha tomado nota de tres recorridos diferentes.
A veces, sin embargo, los agujeros son tan pequeños que ni siquiera un niño habría podido colarse. «Sin duda se trata de mirillas que les permitían ver con rapidez si la habitación del otro lado del muro estaba vacía o bloqueada.»
¿Podemos intuir por esos orificios que los saqueadores conocían el lugar? «Yo supongo que no sabían lo que buscaban, o al menos que no sabían dónde buscarlo», explica Dickmann. El arqueólogo pasa a la habitación 17, una estancia secundaria situada entre el gran comedor (habitación 18) y la habitación 15, más pequeña. Me señala un orificio de observación en la pared este: «Al otro lado estaban las reducidas cámaras de los esclavos, donde ciertamente no había nada que robar. Cualquiera que conociese la casa lo sabría de sobra». Pero los ladrones, por lo visto, lo ignoraban. No llegaron al sótano, donde el tesoro siguió oculto casi dos mil años.
El caso Menandro solo está resuelto a medias. La labor detectivesca llevada a cabo por Dickmann nos permite saber algo más sobre quienes entraron en la mansión unas semanas o meses después de la erupción y perdieron la vida en ella. Y podemos formular hipótesis sobre el propietario del lugar. Pero a la hora de identificar a los otros muertos, el misterio persiste. Un enigma que solo podrán descifrar los arqueólogos en el futuro con la ayuda de nuevas pistas o de nuevos métodos científicos.