jueves, 18 de mayo de 2017
ABC:Los crueles hábitos de los soldados que desangraron a las legiones romanas en Hispania
Más de medio siglo de contiendas, una larga lista de generales y gobernantes, y miles de bajas. Ese fue el sangriento tributo que se vio obligada a pagar la Roma republicana para dominar de forma efectiva buena parte de la Península Ibérica a partir del siglo III A.C. Durante ese tiempo, los pueblos celtíberos (así como los lusitanos, los vettones y otros tantos) se opusieron con bravura al avance de las legiones por la región.
Para orgullo hispano, cumplieron su objetivo con creces enfrentándose al poderío de sus vecinos hasta en tres grandes contiendas sucedidas -de forma oficial- a partir del año 181 A.C. De hecho, los descalabros que perpetraron contra algunos generales como el cónsul Cayo Hostilio Mancino (humillado en batalla por los numantinos), obligaron a Roma a enviar a Hispania a su general más destacado, Publio Cornelio Escipión Emiliano, para pacificar definitivamente la zona.
El militar, hasta ese momento apodado el «Africano Menor» por haber destruido la ciudad de Cartago durante la Tercera Guerra Púnica, se ganó en tierras hispanas el sobrenombre del «Numantino» tras aplastar la resistencia y tomar Numancia (una de las principales plazas que se oponían al dominio).
Aquella derrota honrosa para los defensores -algunos de los cuales prefirieron darse muerte a capitular- puso fin a un enfrentamiento que sacó de quicio a Roma. Una contienda, en definitiva, en la que los soldados celtíberos demostraron que eran capaces de poner en jaque a las experimentadas legiones haciendo uso de un amplio abanico de armas y una serie de costumbres tan curiosas como amputar la mano diestra al enemigo (símbolo de su poder militar) y hacer uso de ella como trofeo de guerra.
Esta última (y sanguinaria) práctica puede apreciarse en la portada de la revista Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º41 («Numancia»). Dicha ilustración (elaborada por el artista rumano Radu Oltean y cedida en exclusiva a ABC) muestra a un orgulloso guerrero numantino alzando a los cielos la mano de un soldado romano al que acaba de vencer. El mismo combatiente del que ha obtenido la espada que porta desafiante: un «gladius hispaniensis».
El protagonista de la escena porta también a su espalda un «caetra». Este escudo era su principal defensa y, como señala el historiador Eduardo Peralta Labrado en su obra «Los cántabros antes de Roma», era circular, contaba con un umbo central, y tenía «una característica decoración de cuatro segmentos curvos».
A su vez, en la escena también puede apreciarse que el combatiente (todavía con furia en los ojos por su particular victoria en combate singular) está equipado con un casco hispano-calcídico. Un elemento que, en palabras de los autores de la obra «Cascos hispanos-calcídicos», denotaba que pertenecía a la élite de la sociedad de la época.
Finalmente, la imagen también destruye uno de los mitos más extendidos de la Historia: el que nos muestra a los legionarios ataviados de forma perpetua con una coraza de placas y un gigantesco escudo rectangular. Por el contrario, durante el asedio de Numancia el griego Polibio (citado por el historiador Fernando Quesada Sanz en su dossier «El legionario romano en época de las Guerras Púnicas») afirma que la mayoría de los combatientes portaban «un pequeño pectoral que cubría el centro del pecho», un casco de bronce «de tipo Montefortino» y un «escudo oval en forma de teja».
Primera guerra por Hispania
El origen de las largas contiendas contra Roma se remonta hasta el 181 A.C. Aunque solo de forma oficial. Anteriormente, en el 197 A.C., las tensiones ya se habían dejado ver en Hispania después de que los romanos decidieran ocupar parte de Iberia tras expulsar de ella a los molestos cartagineses. El asentarse por estos lares, su división del territorio en dos grandes provincias (Hispania Citerior e Hispania Ulterior) y la explotación interesada de la zona provocaron que las diferentes tribus nativas se alzasen en su contra.
Así fue como (en el mencionado año 181 A.C.) comenzó la Primera Guerra Celtibérica cuando los habitantes de la Hispania Citerior reunieron un contingente de 35.000 combatientes para enfrentarse a los romanos. Al menos, así lo afirma el historiador Tito Livio en sus textos.
Marco Fulvio Flaco (pretor de la Hispania Citerior) logró armar un contingente que, aunque inferior en número, aplastó durante dos años a los sublevados en batalla. Entre las contiendas más destacadas quedó grabada a fuego la de Carpetania (en el centro de la geografía española). Un enclave que era considerado la llave para la conquista romana de Celtiberia. El mismo Livio señaló en sus textos que, durante esta lid, los defensores lucharon hasta la extenuación contra las legiones: «Los celtíberos tuvieron unos instantes de indecisión e incertidumbre; pero como no tenían dónde refugiarse si eran derrotados y toda su esperanza radicaba en el combate, reemprendieron la lucha de nuevo con renovado brío». Su bravura no les valió de nada, pues fueron derrotados amargamente.
Lo mismo les sucedió cuando a la Península llegó (en el 180 A.C.) el nuevo pretor de la Citerior: Tiberio Sempronio Graco. El mandamás logró romper el asedio de la ciudad de Caraúes (aliada de Roma) y detener drásticamente la sublevación local tras la batalla de Moncayo (en la que causó a sus enemigos -según se cree- unas 22.000 bajas). Su efectividad hizo que los alzados pactaran otorgar a Roma una serie de tributos anuales y ceder hombres para sus legiones a cambio de la paz. Y por si esto fuera poco, a los derrotados también se les prohibió fortificar sus dominios.
Dos alzamientos y un exterminio
La «pax» deseada se extendió 23 años desde el 177 A.C. Al menos oficialmente, pues durante aquellos años se sucedieron varios enfrentamientos que (aunque fueron sofocados por los gobernadores locales) dieron más de un calentamiento de cabeza a los romanos.
Sin embargo, en el 154 A.C. volvieron a resonar tambores de guerra. La razón del comienzo de las disputas fue que la ciudad de Segeda (en Zaragoza) decidió ampliar su muralla 8 kilómetros. Aquello fue tomado como una violación de los tratados de Graco, y le vino como anillo al dedo a una Roma ansiosa de batallas para ampliar (todavía más si cabe) y afianzar su dominio en la zona. En este caso, para dar un castigo ejemplar a los desobedientes hispanos llegó a la demarcación el Cónsul Fulvio Nobilior. Y no lo hizo solo, sino con 30.000 combatientes divididos en cuatro legiones.
La llegada de este contingente hizo que los habitantes de Segeda solicitasen asilo en la fortificada Numancia la cual -hasta entonces- se había mantenido al margen del enfrentamiento. Así fue como la urbe se convirtió en uno de los centros neurálgicos de la resistencia contra Roma. Nobilior cercó la ciudad y, aunque no logró tomarla, sus victorias en los pueblos cercanos (y las de su sucesor, Claudio Marcelo) hicieron que los celtíberos se viesen obligados a firmar la paz en el año 152 A.C. Todo parecía haber acabado.
Pero el tratado fue breve. Ese mismo año, las victorias del popular lusitano Viriato (todavía en guerra contra Roma) avivaron la llama de la contienda, lo que llevó al enésimo enfrentamiento armado. En las casi dos décadas siguientes, desde Roma desfilaron una ingente cantidad de cónsules por Hispania. Todos ellos, con el objetivo de destrozar a los sublevados al precio que fuese. Pero a cada cual más torpe que el anterior.
El colmo de la incapacidad llegó de las manos de Cayo Hostilio Mancino en el 137 A.C. Este gobernante no solo no logró conquistar Numancia, sino que se vio obligado a rendirse cuando tan solo 4.000 numantinos rodearon su campamento y amenazaron con aniquilar a sus hombres. La humillación fue tal que Roma le obligó a desfilar desnudo frente a las murallas de Numancia para castigarle por su torpeza.
Finalmente, desde Italia decidieron mandar a la Península a Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Cartago en la Tercera Guerra Púnica. El militar arribó a la zona en el año 134 A.C. Con él llegó la verdadera disciplina militar a las legiones en Hispania. Y es que, cansado de derrotas, dedicó su tiempo a entrar duramente a los soldados. Además, expulsó de los campamentos a las prostitutas y los adivinos, a los que consideraba un verdadero cáncer por distraer (de una forma u otra) a sus hombres.
Poco después conquistó los pueblos cercanos a Numancia y, tras un arduo trabajo de ingeniería, edificó un cerco alrededor de esta urbe para matar de hambre a sus ciudadanos. La jugarreta le salió bien, pues a los numantinos no les quedó más remedio que capitular en el 133 A.C. Aunque, todo hay que decirlo, muchos de ellos prefirieron suicidarse antes que entregar la urbe.
Las curiosas costumbres de los guerreros
1-La guerra sagrada.
Tal y como se explica en el número de Desperta Ferro, para los celtíberos la muerte en batalla era «el suceso personal más trascendente». Para ellos, solo existía la victoria o el fallecimiento. Con todo, para acceder a este honor debían «ofrecer la victoria a los dioses, mostrar valor y aspirar siempre a una “bella muerte”».
Así lo señala Eduardo Kavanagh (director de la cabecera de Historia Antigua y Medieval de la revista Desperta Ferro) a ABC: «Uno de los caracteres de la sociedad celtibérica parece haber sido el protagonismo dado a la guerra y, por ende, la admiración de la condición del guerrero. Como queda patente en la portada de la revista, se desarrolló un ethos agonístico, o mentalidad tendente a la competición entre los guerreros, con objeto de demostrar su valía en el combate, entendida esta como la mayor virtud. De resultas de ello, se desarrollaron algunas de sus instituciones más características, como la devotio (por la que un grupo de combatientes se consagraban a un líder militar y juraban no sobrevivirle en combate) o la costumbre de exponer los cadáveres de los caídos en combate a los buitres, en lugar de incinerarlos (entendido aquel como un trato más honroso)».
2-El combate singular.
Tal y como explica Kavanagh a ABC, los celtíberos también tenían la costumbre de enfrentarse en un combate ritual y singular (entre dos contendientes): «En varias ocasiones, de hecho, los romanos hubieron de enfrentarse a esta costumbre y el propio Escipión Emiliano tuvo que luchar de forma individual con un campeón de la ciudad de Intercatia (Paredes de Nava, Palencia), que se interpuso entre ambos ejércitos antes del combate y retó a duelo al mejor combatiente de entre los romanos. Escipión fue el único que aceptó el desafío, y salió triunfante. Pero nos llama la atención que el hijo del campeón derrotado llevara, años más tarde, un anillo que conmemoraba aquel episodio. Es evidente, por tanto, que la derrota en estos enfrentamientos no era considerada deshonrosa y, por el contrario, la mera participación era un enorme motivo de orgullo».
3-Cortar la mano del enemigo
En palabras de los autores, una de las costumbres más curiosas de los guerreros era la de amputar la mano derecha de sus enemigos. La explicación radicaba en que esa era una extremidad cargada de significado por ser con la que se empuñaba el arma. Así pues «era símbolo de la capacidad militar del hombre, y también de su capacidad política».
No les falta razón, pues también era con la mano con la que se sellaban los pactos y se confirmaba una amistad. Por ello, contaba con una importancia tan simbólica. Y por ello también, quedarse con ella como trofeo de guerra era todo un privilegio.
La amputación de la mano derecha como castigo (o como método de adivinación) puede verse en múltiples textos clásicos. El más famoso es el de Estrabón, donde se señala lo siguiente: «[Los lusitanos] hacen sacrificios y examinan las vísceras sin separarías del cuerpo; observan asimismo las venas del pecho y adivinan palpando. También auscultan las vísceras de los prisioneros, cubriéndolas con sagos. Cuando la víctima cae por la mano del adivino, hacen una primera predicción por la caída del cadáver. Amputan la mano derecha de los cautivos y la consagran a los dioses».