miércoles, 30 de marzo de 2016
National Geographic:Legiones de Roma, la vida en el campamento
Un hombre que se enrola en el ejército cambia de vida por completo. Deja de ser alguien que toma sus propias decisiones y emprende una vida nueva, dejando atrás la anterior». Así explica el escritor Artemidoro el drástico cambio de vida que experimentaba quien se convertía en legionario romano. Lo cierto es que eran muchos los que aspiraban a emprender esa carrera, no sólo porque la demanda de soldados era importante –se necesitaban entre 7.500 y 10.000 nuevos reclutas cada año–, sino también porque ofrecía numerosos alicientes a los candidatos. La vida en el ejército garantizaba comida, alojamiento y un salario que, si bien no era superior al de un trabajador libre, sí tenía la ventaja de ser fijo.
Existían también posibilidades de promoción interna, así como ciertos privilegios a la hora de enfrentarse a procesos judiciales, en los que la condición de soldado era sumamente ventajosa. Durante el servicio, el soldado podía aprender un oficio, e incluso a leer y a escribir, y recibía asimismo mejor atención médica que la media de los demás romanos. Además, confiaba en que al licenciarse recibiría una cantidad de dinero o un terreno. Los puestos de legionario estaban reservados a los ciudadanos, pero los que no lo eran podían alistarse en las tropas auxiliares con la esperanza de obtener la ciudadanía al término de su servicio. Naturalmente, había contrapartidas: el legionario debía someterse a las órdenes de los mandos, y soportar castigos corporales e incluso la pena capital sin grandes opciones de defensa. Tampoco podía casarse legalmente, aunque en la práctica muchos soldados tenían esposa e hijos no reconocidos oficialmente.
La vida en el campamento
Para ingresar en una legión había que cumplir una serie de requisitos, que verificaba el oficial encargado del reclutamiento. Como el servicio duraba veinticinco años, el candidato debía ser joven, en torno a los veinte años. Se prefería a hombres procedentes del campo, porque habían vivido en condiciones más duras y se creía que aguantarían más fácilmente los rigores de la vida militar. La altura ideal para un recluta de la primera cohorte o un jinete de caballería oscilaba entre 1,72 y 1,77 metros, aunque no se rechazaba a los que fueran algo más bajos, pero de complexión fuerte; a finales del Imperio la altura mínima bajó a 1,65 metros. También se requería cierta simpleza e ignorancia, con vistas a tener hombres que no cuestionasen las órdenes recibidas, pero también se buscaba a reclutas con educación en letras y números que ocupasen los puestos administrativos. Se valoraba a aquellos que habían ejercido una profesión que resultara útil para la vida del campamento, como herreros, carpinteros, carniceros y cazadores. Algunos se valían de cartas de recomendación escritas por personas influyentes en las que se ensalzaban sus habilidades.
Tras el reclutamiento, el legionario era destinado a su unidad, generalmente en un campamento estable de mayor o menor tamaño situado en las fronteras del Imperio, donde viviría en un ambiente totalmente distinto al de un civil. Estos campamentos tenían una estructura común, si bien cada uno podía presentar sus propias particularidades. Su forma era rectangular y su extensión, de unas veinte o veinticinco hectáreas. Había dos calles principales: la via principalis, que atravesaba el campamento de lado a lado con entradas en los lados mayores del rectángulo; y la via praetoria, que iba de la entrada principal hasta el corazón del campamento, donde se cruzaba con la principalis. En esa intersección se situaban los principia, el cuartel general, sede administrativa del campamento. En el mismo punto podía haber una plaza central porticada y una basílica, así como el templo (aedes), el espacio más prestigioso, donde se guardaban altares, estatuas y bustos de los emperadores, y los estandartes y el águila de la legión. Junto a los principia estaba el praetorium, residencia del comandante, donde vivía con su familia y su séquito. Los tribunos también tenían viviendas propias, de mayor calidad que los barracones de centuriones y legionarios.
El hospital era un edificio imprescindible, en el que se atendía a los soldados afectados por heridas de guerra o, más comúnmente, por enfermedades o accidentes laborales producto de su rutina diaria. Solía tener un patio central, en torno al cual se disponían los habitáculos para los enfermos y otras dependencias, y estaba atendido por médicos militares de mayor o menor profesionalidad. Los hallazgos de instrumental médico y las informaciones de recetas creadas por los médicos militares indican una calidad de atención superior a la que recibiría un civil que no tuviera los recursos necesarios para pagarse un médico particular. Los graneros, llamados horrea, estaban construidos sobre pilares o muros elevados para que los cereales y otros alimentos se conservaran frescos y a salvo de animales dañinos.
Los soldados vivían en barracones de forma alargada. Cada uno de ellos acogía a una centuria, unos ochenta hombres, que a su vez se dividían en diez grupos de ocho. Cada uno de estos grupos, llamados contubernium, tenían asignadas dos pequeñas habitaciones, de cinco metros cuadrados cada una: una para los enseres y armas y otra que hacía las veces de dormitorio. Aunque pudiera parecer un lugar pequeño para vivir, no reunía condiciones peores que las de los civiles y, además, la mayor parte del tiempo los soldados estaban realizando sus tareas diarias o las misiones encomendadas dentro o fuera del campamento.
El centurión tenía su alojamiento en habitaciones más amplias, en un extremo del barracón. Su misión era gobernar la centuria, y a veces lo hacía con dureza y arbitrariedad. El centurión usaba a menudo la vara para mantener la formación y castigar al que no desfilara correctamente o hablara con su compañero. Tácito transmite la anécdota de un centurión llamado Lucilio al que llamaban «¡Vamos, otra!», porque cuando rompía una vara en la espalda de un soldado pedía otra con voz potente; su crueldad provocó que fuera asesinado en un motín. En consecuencia, era importante llevarse bien con el centurión para poder pasar la vida en el campamento lo mejor posible. Un soborno en el momento adecuado podía proporcionar el ansiado permiso, ampliar uno ya otorgado o hacer que el soldado resultara favorecido con las tareas más cómodas. En una carta de un soldado llamado Claudio Terenciano se da fe de que en el ejército «no se consigue nada sin dinero».
Tareas y maniobras
La jornada de un legionario estaba marcada por las obligaciones militares. Después del desayuno y de pasar revista, se asignaban las tareas a cada soldado siguiendo las órdenes procedentes del cuartel general. Esta asignación se registraba minuciosamente en una hoja de servicios. Se ha conservado una perteneciente a una centuria de la III Legión Cirenaica de Egipto, fechada a finales del siglo I d.C., en la que consta qué hacían los soldados en activo los diez primeros días del mes de octubre. Entre los trabajos consignados se cuentan las guardias en diversos lugares del campamento, como la entrada, los parapetos y torres o los principia. Había legionarios que se encargaban del mantenimiento del calzado, las armas, las letrinas y las termas. Otros hacían de escolta de algún oficial o realizaban tareas fuera del campamento, saliendo de patrulla por los caminos.
Además de las tareas individuales, los soldados debían adiestrarse con su unidad realizando marchas o entrenamientos en grupo. Los diversos ejercicios iban desde desfiles a simulacros de batallas o asedios. Las maniobras se llevaban a cabo con tal rigor que, en el siglo I d.C., el historiador judío Flavio Josefo decía con admiración que éstas no eran diferentes de la propia guerra y que cada soldado se ejercitaba todos los días con la mayor intensidad posible, siendo «sus maniobras como batallas incruentas y sus batallas como maniobras sangrientas».
Comida, ocio y religión
Los legionarios hacían dos comidas al día: el desayuno (prandium) por la mañana, y la cena (cena), la principal, al acabar la jornada. La dieta básica del legionario era variada y consistía en cereales, sobre todo trigo, carne de cerdo o ternera, y vegetales y legumbres, básicamente lentejas y habas. La caza y la pesca en las cercanías de los asentamientos podían contribuir a una mejor alimentación. A veces, los soldados pedían en las cartas a sus familiares que les enviaran comida extra. Ni que decir tiene que la alimentación de los oficiales sería más variada e incluiría alimentos de mayor calidad. Para beber tenían agua, cerveza y vino agrio. Al no existir comedores comunes para los soldados, las raciones individuales que se entregaban para comer eran cocinadas en el ámbito del contubernium, en hornos y cocinas fijos o portátiles. El hecho de cocinar y comer juntos propiciaba la camaradería entre los soldados.
El legionario tenía diversas opciones para emplear su tiempo libre. Una de ellas era acudir a las termas del campamento, que podían estar dentro o fuera de él. Era un lugar apto no sólo para la higiene y el descanso, sino también para la vida social y los juegos de azar. También se podía acudir a los asentamientos que surgían a la sombra de los grandes campamentos, que recibían el nombre de canabae. Allí había mercaderes ávidos de aligerar el bolsillo de los legionarios, tabernas para beber y jugar, e incluso burdeles. En este lugar vivían las familias de los legionarios, aunque parece que éstas podían haber vivido igualmente dentro del campamento. Estos lugares se convertían con el tiempo en vici (aldeas) e incluso daban lugar a ciudades. Algunos campamentos tenían en sus alrededores un anfiteatro, como en Caerleon (al sur de Gales), en el que, además de luchas de gladiadores o cacerías de fieras, podían realizarse desfiles militares o exhibiciones de lucha por parte de los propios legionarios.
El ejército tampoco descuidaba la vida religiosa de sus soldados, que servía de aglutinante para gentes de procedencia diversa y propiciaba el equilibrio personal. Con el objetivo de lograr la adhesión de los legionarios a Roma y a su emperador se celebraban ceremonias religiosas en honor de los dioses y divinidades oficiales, como Júpiter Óptimo Máximo, Roma Eterna y Victoria Augusta. Otras estaban dedicadas a los emperadores romanos –por ejemplo, con motivo de su cumpleaños–, o a la celebración del día de la fundación de Roma. Incluso se estableció un culto a la disciplina militar, a través de una divinidad abstracta llamada Disciplina, que introdujo el emperador Adriano para potenciar la eficacia del ejército. Las fiestas religiosas eran también una válvula de escape a la rutina diaria y permitían un cierto relajamiento de las costumbres. Junto a los dioses oficiales los soldados podían adorar de forma privada a las divinidades propias de su región o participar en cultos orientales como el de Mitra, que prometía la salvación personal a sus iniciados.
Como incentivo en su vida castrense, el legionario romano contaba con su paga regular, que en tiempos de Augusto ascendía a 225 denarios anuales, cantidad que aumentó progresivamente conforme avanzaba el Imperio. Aunque de esta paga se hacían deducciones para la comida, mantenimiento del equipo y otros gastos, parece que los soldados podían llegar a ahorrar el veinticinco por ciento de la paga anual. Además, el ascenso en el ejército conllevaba un aumento considerable de salario, de modo que un centurión podía cobrar unas quince veces más que un soldado raso. Como ingresos adicionales, los legionarios contaban con los donativos extraordinarios efectuados por los emperadores, bien por testamento, bien en ocasiones especiales, que se pagaban a las tropas de manera proporcional según el rango militar.
El premio a una vida de servicio
Había tres formas de dejar la legión. La primera era a consecuencia de una enfermedad o heridas graves que hicieran al legionario inútil para el ejército. En ese caso (missio causaria) era licenciado tras un riguroso examen de su condición. También era posible que el soldado cometiera acciones criminales que provocaran su licenciamiento con deshonor (missio ignominiosa), quedando inhabilitado para cualquier servicio imperial. Los demás legionarios, alrededor de la mitad, conseguían sobrevivir a los veinticinco años de servicio y eran licenciados con honor (missio honesta).
Una vez licenciados, los legionarios disfrutaban de una serie de derechos y privilegios como ciudadanos y veteranos. Quedaban exentos de numerosos impuestos y recibían un trato preferente en su relación con la justicia. Si lo deseaban, también podían legalizar su situación matrimonial. Seguramente se les entregaba algún documento escrito en el que constaba su licenciamiento. Los auxiliares, por su parte, recibían un diploma de bronce donde se detallaba su condición legal de soldados veteranos.
El licenciamiento permitía a los legionarios «volver a casa», pero no todos lo hacían. Muchos recibían un terreno en los asentamientos cercanos a su campamento o en la región en la que habían servido, sobre todo si se habían casado con mujeres locales. Las parcelas reservadas a cada licenciado, de forma cuadrangular, eran delimitadas por agrimensores en un proceso llamado centuriación. Los que habían sido centuriones podían gozar de una buena posición en la ciudad en la que decidieran fijar su residencia, e incluso llegar a los más altos grados de la magistratura local. Otros invertían sus ahorros en abrir un negocio; por ejemplo vendedor de cerámica o de espadas.
El legionario que llegaba a veterano había tenido una existencia dura, aunque mejor que muchos civiles, y al término de su servicio podía recoger los frutos de su esfuerzo gozando de privilegios y de consideración social. Pero no todos tenían motivos para felicitarse. En el año 14 d.C. estalló una revuelta de legionarios en Panonia, dirigida por un cabecilla que clamaba ante sus compañeros: «Bastante hemos pecado de cobardía accediendo a servir durante treinta o cuarenta años hasta acabar viejos y, en la mayoría de los casos, con el cuerpo mutilado por las heridas», y se quejaba del miserable jornal que recibían a cambio de soportar «los golpes y heridas, la dureza del invierno, las fatigas del verano, las atrocidades de la guerra o la esterilidad de la paz».