sábado, 30 de enero de 2016
National Geographic:Nerón a debate
Bajo la colina romana del Opio, hoy un modesto parque público afeado por burdos graffiti, donde los muchachos chutan sin ganas un balón de fútbol, parejas de ancianos pasean el perro, y más de un vagabundo enciende una fogata de carbón, yace enterrado parte del palacio más suntuoso que jamás se irguió en la Ciudad Eterna.
Es la Domus Aurea –la Casa de Oro–, erigida por y para Nerón. Cuando en el año 68 d.C. el universo delirante del emperador, que por entonces contaba 30 años, se vino abajo y este ordenó a un súbdito que le traspasase la garganta con un puñal (mientras espetaba entre jadeos «¡Qué artista muere conmigo!», o al menos eso cuenta la tradición), es posible que el palacio no estuviese todavía terminado. Algunos de los emperadores siguientes lo remodelaron, otros lo ignoraron, y en el año 104 Trajano reutilizó sus muros y bóvedas para dar unos buenos cimientos a sus famosas termas. El palacio sepultado quedó olvidado durante catorce siglos.
Hacia 1480 unos excavadores empezaron a trabajar en el Opio y descubrieron lo que tomaron por las ruinas de las Termas de Tito. La tierra cedió bajo los pies de uno de ellos, que aterrizó sobre un montón de escombros, y al abrir los ojos se encontró contemplando un techo todavía decorado con suntuosos frescos. La voz corrió por toda Italia. Grandes artistas del Renacimiento, como Rafael, Pinturicchio o Giovanni da Udine, se descolgaron por el hoyo para estudiar (y después reproducir en varios palacios y en el Vaticano) los profusos y repetitivos motivos ornamentales que recibirían el nombre de grutescos, precisamente en referencia a la gruta en que se había convertido la Domus sepultada. Cuanto más se excavaba, mayor era el asombro: largos pasajes de columnatas desde los que se dominaba lo que en otro tiempo fuera un gran jardín con un lago artificial, vestigios de oro y fragmentos de mármol originarios de Egipto y de Oriente Próximo que habían revestido los muros y los techos abovedados, y una espléndida sala octogonal cubierta con una cúpula, construida seis decenios antes de terminarse el tan loado Panteón de Adriano.
Hoy, y desde que en 2010 se hundiera parte de la cubierta, la Domus Aurea está cerrada al público hasta nuevo aviso. Todos los días se trabaja en el cuidado de los frescos y la reparación de las goteras. Hasta su reciente jubilación, el arquitecto romano Luciano Marchetti supervisaba las intervenciones en la Domus Aurea. Una mañana, sumido en la gélida oscuridad subterránea de la Sala Octogonal, situada en el extremo este del complejo palaciego, Marchetti apuntó la linterna hacia lo alto y admiró el impresionante techo abovedado de ocho caras –15 metros de esquina a esquina–, sostenido por los arcos de las salas adyacentes, sin apoyos visibles.
«Este lugar me sobrecoge –dijo en voz baja–. Es de una sofisticación arquitectónica nunca vista. El Panteón es una maravilla, qué duda cabe, pero su cúpula se sustenta sobre un cilindro construido ladrillo a ladrillo. Esta está suspendida sobre estructuras invisibles.»
Con un suspiro, el arquitecto musitó una frase en latín: damnatio memoriae. Borrados del recuerdo: tanto el palacio como los logros de su propietario.
Al sudoeste, inmediatamente después de esta ala de la Domus Aurea y al otro lado de una transitada avenida, en el espacio que ocupaba el lago artificial de Nerón, está el Coliseo. El celebérrimo anfiteatro, construido por Vespasiano poco después del suicidio de Nerón, al parecer recibió su nombre del Colossus Neronis, la estatua de bronce de más de 30 metros de altura que representaba al emperador como el dios sol y que en su día dominaba el valle. Hoy el Coliseo recibe más de 10.000 visitas al día. El magnate del calzado Diego Della Valle ha donado 25 millones de euros para su restauración. De las taquillas del Coliseo mana una exigua corriente de fondos que desemboca en el presupuesto de restauración del palacio enterrado al otro lado de la avenida, húmedo, oscuro, clausurado.
Justo al oeste del Coliseo se extienden las espléndidas ruinas imperiales del monte Palatino. En abril de 2011 la Superintendencia Especial para el Patrimonio Arqueológico de Roma inauguró en el Palatino y otros enclaves cercanos una exposición sobre la vida y obra de Nerón. Por primera vez se mostraron allí las múltiples aportaciones arquitectónicas y culturales del rey monstruo; también se abrió al público, en el recinto del propio palacio, una cámara recientemente excavada que muchos identifican como la famosa coenatio rotunda de Nerón, un comedor rotatorio con impresionantes vistas a los montes Albanos. Los organizadores de la exposición eran conscientes de que cualquier iniciativa en torno a Nerón atraería al público. Lo que no esperaban era batir el récord de visitantes desde que la Superintendencia organizara su primera exposición diez años antes.
«Sí, vende como nadie –observa Roberto Gervaso, quien en 1978 escribió la novela biográfica Nerone–. Se han hecho muchas películas sobre Nerón, pero todas ellas han sucumbido a la tentación de la caricatura. No hacía falta: en cierta manera, el personaje real ya era una especie de caricatura. Una depravación tan pintoresca atrae a cualquier biógrafo. ¡Yo nunca podría biografiar a san Francisco! Y preferiría mil veces cenar con Nerón antes que con Adriano.»
Esta noche tendrá que conformarse conmigo. Cenamos a unos cientos de metros de la Domus Aurea, en la Osteria da Nerone, uno de los pocos lugares en Roma que exhiben el nombre del archiconocido malvado histórico. «Este restaurante está siempre abarrotado –dice Gervaso, insistiendo en que no es por casualidad–. Nerón era un monstruo, pero no fue solo eso. Y sus sucesores no fueron mucho mejores. A otros monstruos, como Hitler y Stalin, les faltó la imaginación [de Nerón]. Incluso hoy sería una figura de vanguardia, un adelantado a su tiempo.
»Si hace 35 años escribí mi libro, fue precisamente por un deseo de rehabilitar su figura. Quizás ustedes puedan hacer algo más.»
Vaya… Pues No va a ser fácil «rehabilitar» a un hombre que, según las crónicas históricas, ordenó la muerte de su primera esposa, Octavia; propinó a la segunda, Popea, una patada que acabó con su vida estando embarazada; urdió el asesinato de su madre, Agripina la Menor (posiblemente después de acostarse con ella); quizás asesinó a su hermanastro, Británico; ordenó a su mentor, Séneca, que se suicidase (orden que este cumplió con solemnidad); castró y desposó a un adolescente; orquestó el incendio que arrasó Roma en el año 64 y acto seguido culpó de él a los cristianos (entre ellos a san Pedro y san Pablo), que fueron detenidos y decapitados o crucificados y quemados para iluminar unos festejos imperiales. Ante semejante currículo, nadie vacilaría en afirmar que Nerón era el mal personificado. Y sin embargo…
Casi con toda seguridad, el Senado romano ordenó borrar la memoria de Nerón por motivos políticos. Tal vez porque su muerte había provocado un estallido de aflicción popular y Otón, sucesor suyo, se había apresurado a adoptar el nombre de Otón Nerón. Tal vez porque sus partidarios no habían dejado de llevar flores a su tumba, un lugar del que se decía estaba embrujado, hasta que en 1099 se erigió una iglesia sobre sus restos en la Piazza del Popolo. O quizá por las amenazas de «falsos Nerones» y la firme creencia de que el rey niño regresaría algún día junto al pueblo que tanto lo había amado.
Los muertos nunca escriben su propia historia. Los dos primeros biógrafos de Nerón, Suetonio y Tácito, tenían vínculos con la élite del Senado e hicieron una crónica de su mandato con enorme desprecio. La idea del retorno de Nerón adquirió un aura de malignidad en la literatura cristiana, con la advertencia de Isaías contra el anticristo venidero: «Descenderá de su firmamento en forma humana, rey de la iniquidad, matricida». Siglos más tarde llegarían las condenas melodramáticas: el Nerón del cómico Ettore Petrolini como lunático desvariante, el de Peter Ustinov, como el cobarde asesino, y la histriónica escena grabada en todas las retinas: Nerón tocando la lira mientras Roma es pasto de las llamas. Lo que ocurrió con Nerón no fue una relegación al olvido sino una demonización en toda regla. Un emperador de complejidad desconcertante quedó reducido a simple bestia.
«Hoy condenamos sus acciones –dice Marisa Ranieri Panetta, periodista especializada en arqueología–. Pero pensemos en Constantino, el gran emperador cristiano: hizo matar a su primogénito, a su segunda esposa y a su suegro. Uno es un santo y el otro, un demonio. Pensemos en Augusto, que destruyó una clase dirigente a base de listas negras. Roma se convirtió en un baño de sangre, pero Augusto tuvo la habilidad de oficializar la versión de sus actos del modo que más le convino. Por eso fue grande, dicen. Yo no digo que Nerón fuese un gran emperador, pero sí mejor de lo que se decía, y de ningún modo peor que sus predecesores o sucesores.»
Panetta es una de las vehementes y cada vez más numerosas voces que invitan a revisar la figura de Nerón. Pero no todo el mundo está de acuerdo. «Esta rehabilitación, este proceso mediante el cual un pequeño grupo de historiadores intenta transformar a unos aristócratas en caballeros, me parece una estupidez –dice el prestigioso arqueólogo romano Andrea Carandini–. Por ejemplo, varios expertos serios nos dicen ahora que el incendio no fue culpa de Nerón. ¿Y cómo iba a levantar la Domus Aurea sin el incendio? Que me lo expliquen. Fuese o no el artífice del incendio, lo que está claro es que sacó partido de él.»
Merece la pena detenerse en la lógica de Carandini: Nerón se benefició del incendio, y por consiguiente lo provocó, y esta catástrofe que dañó o destruyó 10 de las 14 regiones de Roma es un episodio crucial en la mitología neroniana. «Hasta Tácito, el detractor por excelencia de Nerón, escribe que no se sabe si el incendio de Roma fue fortuito o provocado –rebate Panetta–. La Roma imperial era un laberinto de callejuelas angostas –llenas de edificios altos con los pisos superiores de madera–. El fuego era imprescindible para alumbrarse, cocinar y calentarse. En consecuencia, prácticamente todos los emperadores vivieron grandes incendios.» Se da también la circunstancia de que Nerón no se hallaba en Roma cuando se desató el Gran Incendio, sino en su Antium natal, el actual Anzio. En algún momento de la debacle regresó a Roma a toda prisa, y aunque parece cierto que le gustaba tocar un instrumento de cuerda llamado kithara, la primera crónica según la cual se entregó a ese pasatiempo mientras contemplaba cómo las llamas arrasaban la ciudad fue escrita por Dion Casio un siglo y medio después de los hechos. Tácito, contemporáneo de Nerón, escribió que el emperador ordenó que se diese cobijo a quienes hubiesen perdido su casa, ofreció incentivos monetarios a quienes estuviesen en condiciones de reconstruir la ciudad sin dilación, e implantó e hizo cumplir normativas de seguridad antiincendios…
y detuvo, condenó y crucificó a los odiados cristianos. Además de apropiarse de los restos calcinados de la Ciudad Eterna para levantar en el solar su Casa de Oro.
«¿Qué peor que Nerón?», dejó escrito el poeta Marcial, coetáneo suyo. Pero acto seguido añadió: «¿Qué mejor que sus termas?».
En 2007, en el marco de un estudio de impacto para la construcción de una nueva línea de metro que atravesaría el corazón de la ciudad, Fedora Filippi, la arqueóloga romana del Ministerio de Cultura italiano que excavaba debajo del transitado Corso Vittorio Emanuele II, descubrió la base de una columna. Poco después, bajo un edificio levantado en la época de Mussolini en la Piazza Navona, Filippi encontró un pórtico, y algo más allá, el borde de un estanque. Tras más de un año de análisis estratigráficos y de un estudio exhaustivo de las fuentes históricas, la arquitecta concluyó que había descubierto el colosal gimnasio público construido por Nerón pocos años antes del Gran Incendio del año 64. Inmediatamente se paralizó el proyecto de construcción de una estación de metro en el lugar, pero también se abandonaron las excavaciones. Fuera del mundo académico, el importantísimo hallazgo de Filippi apenas tuvo eco.
«El gimnasio fue parte de la gran transformación que Nerón obró en Roma –dice Filippi–. Introdujo prácticas inspiradas en la cultura griega, entre ellas la educación física e intelectual de los jóvenes, que pronto se extendió por todo el Imperio. Hasta entonces ese tipo de termas era una prerrogativa de la aristocracia. Su popularización cambió el orden social, porque ponía a todo el mundo al mismo nivel, desde los senadores hasta el cuerpo de caballería.»
Nerón fue una granada arrojada contra un orden social ya debilitado. Pese a estar emparentado con Augusto por vía materna y paterna, físicamente parecía cualquier cosa antes que romano: cabellos rubios, ojos azules, rostro pecoso, más inclinado al arte que a la guerra. De su madre, Agripina, mujer astuta y ambiciosa, se decía que había conspirado para asesinar a su hermano Calígula, y es posible que más tarde liquidase a su tercer marido, Claudio, con setas venenosas. Tras procurarse los servicios del pensador Séneca como profesor de su joven vástago, Agripina proclamó a Nerón digno sucesor al trono, al que ascendió en 54 d.C., sin haber cumplido los 17. Quien se pregunte por las intenciones de su madre tiene la respuesta en las monedas de la época, donde la efigie del emperador adolescente no es mayor que la de la propia Agripina.
Los inicios del reinado de Nerón fueron una edad de oro. El emperador prohibió los juicios secretos de Claudio, indultó a condenados y, cuando le pidieron que firmase una sentencia de muerte, gimió: «¡Cuánto desearía no saber escribir!». Organizaba cenas con poetas (quizá, se especulaba, para robarles los versos) y seguía un riguroso programa de estudio de lira y canto, aunque no destacaba por su voz. «Por encima de todo anhelaba la popularidad», escribió su biógrafo Suetonio. Edward Champlin, profesor de clásicas de la Universidad de Princeton, percibe otros matices en la figura de Nerón. En su libro Nerón, Champlin describe al emperador como «un artista consumado que casualmente también era emperador de Roma» y «un líder adelantado a su tiempo, un auténtico relaciones públicas dotado de una gran intuición para saber qué deseaba el pueblo, a menudo antes de que este mismo lo supiera». Nerón instauró, por ejemplo, los Neronia o Juegos Neronianos, un certamen de poesía, música y atletismo al estilo olímpico que sin duda debió de complacer a las masas pero no a las élites romanas. Cuando Nerón se empecinó en que los senadores compitiesen con el pueblo llano en otros juegos públicos, su edad de oro empezó a resquebrajarse.
«Era algo nuevo –dice el arqueólogo Heinz- Jürgen Beste–, y Nerón encarnaba esa innovación, impulsada por una mezcla de populismo y megalomanía. Un ejemplo: la creación de las termas, tan alabadas por Marcial. Algo nunca visto, un luminoso espacio público no solo dedicado a la higiene, sino provisto de estatuas, pinturas y libros, que invitaba a permanecer y deleitarse mientras alguno de los usuarios leía poesía. Un verdadero cambio en el orden social.»
Además del Gymnasium Neronis, la lista de obras públicas del joven emperador incluía un anfiteatro, un mercado de la carne y el proyecto de un canal que conectaría Nápoles con el puerto de Ostia para evitar a los barcos las impredecibles corrientes marinas de mar abierto y garantizar el suministro de víveres a la ciudad. Estos proyectos costaban dinero, que los emperadores romanos solían obtener saqueando otros territorios. Sin embargo, el pacífico mandato de Nerón cerraba la puerta a esa opción. (De hecho, había liberado a Grecia, declarando que sus aportaciones culturales la eximían de pagar impuestos al Imperio.) En su lugar, optó por sangrar a los ricos con impuestos sobre bienes inmuebles, y en el caso del gran canal navegable, por expropiar directamente sus haciendas. El Senado se negó a autorizarlo. Nerón hizo cuanto pudo para sortearlo. «Inventaba acusaciones falsas para llevar a juicio a algún ciudadano adinerado y sacarle una pingüe multa», apunta Beste, pero con todo aquello se granjeó enemigos a la velocidad de la luz. Uno de ellos fue su propia madre, Agripina, quien, resentida por haber perdido influencia, quizá conspiró para que se declarase heredero legítimo a su hijastro Británico. También se ganó la enemistad de su consejero Séneca, de quien se dice que participó en un complot para matarlo. Antes del año 65, madre, hermanastro y consejero habían sido asesinados.
Nerón era libre para ser Nerón. Y así concluyeron los llamados años buenos de su mandato, a los que siguieron los años en que, citando a la historiadora de Oxford Miriam Griffin, «Nerón se refugió cada vez más en su mundo de fantasía», hasta que la realidad cayó sobre él como una maza.
Al visitar Roma y conversar con estudiosos y políticos relevantes de la Ciudad Eterna sobre el último emperador de la dinastía Julio-Claudia, uno siente la tentación de pensar si existe un hilo conductor entre la extravagante grandiosidad de Nerón y la más reciente política-espectáculo de cierto exmandatario italiano.
«Nerón era un histrión y un megalómano, pero un histrión también puede ser seductor y el centro de atención –afirma Andrea Carandini–. Su activo, repetido una y otra vez por todos los demagogos que lo sucedieron, fue la devoción que por él sentían las masas. Invitó sin reparos a toda la ciudad a entrar en su Domus Aurea, que ocupaba un tercio de la urbe, donde les esperaba un espectáculo formidable. ¡Eso es televisión en estado puro! Y Silvio Berlusconi hizo exactamente lo mismo, valerse de los medios para conectar con la plebe.»
Walter Veltroni, el que fuera alcalde de Roma y ministro de Cultura y Medio Ambiente, rechaza cualquier comparación entre Nerón y el ex primer ministro de escandalosa carrera política, aduciendo que en este último no existe ni un ápice de las inquietudes culturales de Nerón. «Berlusconi no sentía el menor interés por la arquitectura; simplemente no formaba parte de su vocabulario», dice Veltroni (quien, dicho sea de paso, también aspiró a primer ministro y fue derrotado por Berlusconi en 2008). En cambio, añade, «para mí la Domus Aurea de Nerón es el lugar más bello de la ciudad, el más enigmático, la confluencia de distintos períodos históricos».
El complejo palaciego estaba diseñado en su conjunto como un escenario, con arboledas, lagos y paseos de libre acceso. Lo que no obsta, admite Panetta, para que aquello fuese «un escándalo, porque estamos hablando de una parte enorme de Roma destinada a una sola persona. No solo por sus lujos (Roma estaba llena de palacios), sino por sus dimensiones. Los graffiti de la época rezaban: “Romanos, aquí ya no cabéis, tenéis que iros a [la cercana población de] Veio”».
Por más que estuviese abierta al público, lo que en última instancia representaba la Domus era el poder ilimitado de un hombre, hasta en la mismísima elección de los materiales. «Si se usaron semejantes cantidades de mármol no fue simplemente por ostentación –opina Irene Bragantini, experta en pintura romana–. Aquellos mármoles de colores procedían de todos los rincones del Imperio, desde Asia Menor y Grecia hasta África. El mensaje era claro: Roma no solo dominaba a los pueblos, sino que además disponía de sus recursos.»
El mandato de Nerón comenzó a adquirir visos de paradoja. Por un lado, se había convertido en el hombre-espectáculo cercano a la plebe. Por otro, había exacerbado su rol imperial. «Conforme se distanciaba del Senado e intentaba acercarse al pueblo, concentraba poder como si de un faraón egipcio se tratase», dice Panetta. Pero un emperador puede aproximarse al vulgo hasta cierto punto. «Acabó viviendo aislado en una burbuja –señala Beste–. Para llegar a él había que franquear un millón de puertas.»
«Quería estar cerca del pueblo –dice Alessandro Viscogliosi, profesor de arquitectura grecorromana y autor de una notable reconstrucción en 3D de la Domus Aurea–, pero como divinidad, no como su amigo.»
Una noche, cenando en una suntuosa enoteca próxima a la Piazza Navona, llamada Casa Bleve, el gerente me invitó a bajar con él a la bodega. Tras las hileras de barolos y chiantis distinguí los vestigios pétreos de una estructura antiquísima. Tiempo después, la arqueóloga Filippi me ilustró sobre aquella franja de Roma: «Por debajo de esa zona es todo Campo de Marte, la parte de la ciudad donde construía Nerón». Su localización queda cifrada al azar; descubrirla será la ventura de algún obrero del metro o de un reformador de cimientos. Sin ese golpe de suerte, la magnificencia arquitectónica del imperio de Nerón seguirá sepultada bajo siglos de historia romana. Hasta en Subiaco, el pueblo de montaña donde Nerón construyó su audaz villa en el año 54 (represando el río Aniene para crear tres lagos bajo el patio), las ruinas reposan tras un portalón cerrado, inadvertidas por las hordas de turistas que pasan junto a ellas de camino a un monasterio benedictino de las inmediaciones.
En todo el territorio del que fuera su imperio, existe un solo lugar que se haya propuesto homenajear a Nerón: Anzio, la famosa cabeza de playa de las tropas estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, y ciudad natal del emperador. Allí mandó edificar otra villa, hoy sumergida casi por completo, aunque el museo local custodia un gran número de piezas del complejo.
En 2009 el nuevo alcalde electo, Luciano Bruschini, declaró su intención de encargar una estatua del tristemente famoso hijo de la ciudad, que se presentó en 2010. Hoy se yergue en la orilla del mar, una imagen un tanto chocante del emperador a los veintipocos años, de unos dos metros de alto, de pie con su toga sobre un pilar, el brazo derecho extendido señalando el mar, que observa con mirada penetrante en todo su espléndido misterio. En la placa se lee su nombre imperial completo en italiano –Nerone Claudio Cesare Augusto Germanico– y recuerda que nació en Anzio el 15 de diciembre del año 37. Luego, tras describir su linaje, dice: «Durante su mandato el Imperio disfrutó de un período de paz, de gran esplendor y de importantes reformas».
«De niño, nadaba entre las ruinas del palacio –me contó el alcalde Bruschini una mañana de primavera mientras tomábamos un té en su despacho con vistas al mar–. De pequeños nos enseñaban que había sido un hombre malvado, uno de los peores emperadores de la historia. Al investigar un poco, llegué a la conclusión de que no era así. En mi opinión, Nerón fue un buen emperador, incluso magnífico, tal vez el más amado de toda la época imperial. Y un gran reformista. Los senadores eran ricos y poseían esclavos. Él tomó parte de esas riquezas y se las entregó a los pobres. ¡Fue el primer socialista!»
Orgulloso de serlo él también, Bruschini esbozó una sonrisa y prosiguió: «Cuando llegué al cargo decidí rehabilitar a Nerón. Pusimos carteles con el lema “Anzio, ciudad de Nerón”. Hubo quien dijo: “Pero alcalde, si mató cristianos a mansalva”. Yo les contestaba: “Muy pocos, nada que ver con los miles de cristianos que el Imperio mataría más adelante”. Recibimos propuestas de dos escultores. Uno ponía a Nerón de lunático. Lo descartamos y dimos el encargo al otro, que hizo la estatua que ve hoy ahí. Ahora es el punto más fotografiado de la ciudad».
A veces, me confió el alcalde, daba un paseo hasta la estatua para escuchar los comentarios de la gente. De vez en cuando los oía leer en voz alta la placa –«…de paz, de gran esplendor y de importantes reformas»– y mascullar: «¡Qué sarta de mentiras!». Así hablaban quienes creían en los mitos con fe inquebrantable, concluía Bruschini, los mismos que daban crédito a aquella bobada de tocar la lira mientras ardía Roma, los mismos que no percibían el componente trágico del final de Nerón: un mandatario atribulado, huido, convencido por traidores para que no se refugiase en Anzio ni en Egipto, sino en una villa al norte de Roma, perseguido por sus enemigos y desesperado ante el convencimiento de que no tenía otra salida que la muerte.
No importaba. El rey niño volvía a estar en su hogar, en Anzio, rodeado una vez más por las multitudes.