domingo, 20 de septiembre de 2015
El País:La barbarie de la frontera
En un solar en via Mocenigo, muy cerca del Vaticano, una corneja desmembraba a una paloma gris que, tendida en el suelo con las alas abiertas, remedaba sin pretenderlo el signum de las legiones, el águila. El lugar era bastante passoliniano pero la imagen hacía pensar en la batalla de Adrianópolis –ese gran desastre militar-, el ascenso de los godos y la caída del imperio romano. Probablemente era el efecto de viajar a Roma con Santiago Castellanos, doctor en Historia por la Universidad de Salamanca, profesor de Historia Antigua en la de León y novelista autor de la reciente Barbarus (Ediciones B, 2015), en la que se relatan los dramáticos sucesos que condujeron al asedio y saqueo de la gran urbe, caput mundi, por Alarico y sus visigodos en el 410.
Castellanos (Logroño, 1971), admirador confeso del Juliano el Apóstata de Gore Vidal (“salvo que Juliano nunca fue apóstata, pues nunca creyó en el Dios cristiano”), centra su novela histórica en una pareja de godos, hombre y mujer, cuyas muchas y dramáticas vicisitudes, tan parecidas a las que están viviendo millares de personas en el nuevo flujo migratorio, seguimos desde que son niños, en el 376, en la Gothia, al norte del Danubio, hasta que el asalto de los bárbaros, sus compatriotas, les pilla residiendo en Roma, donde viven como emigrantes. La ficción –“trasladando las inquietudes profesionales del historiador al gran público”- permite al autor adentrarse en la turbulenta época de manera mucho más directa y personalizada que, por ejemplo, Edward Gibbon en su Decadencia y caída del imperio romano, aunque, afirma Castellanos, sin vulnerar nunca la verdad histórica.
Cual caudillo godo, aunque mucho más amable, el profesor condujo a un puñado de periodistas por diversos escenarios romanos de su novela subrayando las semejanzas entre la gran crisis del siglo IV y la actual, catástrofe humanitaria incluida. “Hay muchas concomitancias, aunque por supuesto hablamos de coordenadas históricas muy distintas”, matizó prudente mientras dábamos cuenta –en sillas y no en triclinios- de una comida tardía en una pizzería de la piazza del Risorgimento y caían sobre los platos nombres tan poco digestivos como los de Atanarico y Fritigerno. “La quiebra de las clases medias, la crisis fiscal (no había cuentas en Suiza pero sí acumulación de oro y los poderosos evadían al fisco), la corrupción generalizada, y los problemas y dramas de emigración, con los consiguientes choques religioso y cultural son cosas que se dan en el fin del imperio romano de occidente”, enumeró, “así como el uso institucional de la violencia y del terror como armas de Estado”. Las escenas actuales de refugiados sirios e iraquíes tratando de entraren Europa no son muy diferentes, dijo, a las que se produjeron cuando los godos, presionados por los hunos –tan brutales como el Estado Islámico-, pidieron ser acomodados tras las fronteras romanas. Uno de los episodios más conmovedores de la novela, el de los legionarios y corruptos funcionarios de aduanas romanos canjeando a los godos muertos de hambre perros como comida por sus hijos, para venderlos como esclavos, no se lo ha inventado sino que está en Amiano Marcelino, el gran historiador romano de la época al que el escritor ha usado como principal fuente.
La rapacidad romana con los godos, a la que dedica buen espacio Barbarus, es estremecedora y se entiende la revuelta de estos -nación por su parte inestable, indisciplinada y proclive a la insumisión- que condujo a la tremenda derrota de las legiones en Adrianópolis (378) en la que murió el propio emperador Valente. Castellanos ha querido desmontar tópicos y desmitificar la imagen popular de los bárbaros, ofreciendo una visión poliédrica. “No eran solo melenudos con barbas y ganas de pelea, estaban muy romanizados y sus élites importaban bienes suntuarios romanos, a los que eran muy afectos”. Los dos godos protagonistas llegan a Roma desde su arrasada aldea en la lejana Gothia y un campo de refugiados (avant la lettre) y tratan de sobrevivir en la gran urbe que les resulta un lugar extraño y peligroso. Ello sirve al autor para mostrar los problemas de integración y los conflictos de identidad de los extranjeros bárbaros en la ciudad, una ciudad a la que, recuerda, estaba prohibido entrar en braccae, en pantalones (la indumentaria de los bárbaros).
Pasear por Roma con Castellanos es un privilegio que permite, además de escucharle eruditas confidencias sobre Gibbon, Momsem y Momigliano o como “a Toynbee Bizancio se la soplaba”, avizorar la Historia detrás de las ruinas o incluso de los modernos bloques de edificios. Es así cuando, por ejemplo, nos pone de espaldas al foro y, frente al bar Angelino ai Fiori, recrea con la imaginación el miserable barrio de la Subura -donde malvivía hacinado el subproletariado-, uno de los escenarios de Barbarus, y del que hoy no se conserva prácticamente nada. Una joven prostituta romana de allí es otro de los personajes principales de la novela. Castellanos está explicando que las rameras anunciaban su especialidad con el color del tinte de pelo y que la fellatio “era más bien un acto propio del ámbito privado” que de sus servicios cuando nos damos cuenta que el grupo se ha ampliado con numerosos turistas, que encuentran las explicaciones del novelista mucho más jugosas que las de sus guías.
En el Coliseo, tras hablar del scramasax, el cuchillo multiuso germano que era algo así como la navaja suiza de los godos, el profesor y novelista abarca con un gesto soberano la grada y arena donde lo dio todo el general Máximo de Russell Crowe. “Roma es esto, la movilización de recursos para construir algo así de enorme, he aquí un buen lugar –otro sería el Muro de Adriano- para percibir la magnitud del imperio”. Las luchas de gladiadores, a las que asistimos en la novela cuando uno de los godos es invitado a un show (como espectador y no como artista), “forman parte del ADN del mundo romano“ y aún se seguían celebrando a finales del siglo IV (y al menos hasta 435), pese al disgusto de las jerarquías cristianas. Castellanos detalló el caso de los munera gladiatoria organizados por el pagano Quinto Aurelio Símaco en 393 y en los que tuvo la mala suerte de que 29 sajones que debían combatir sine missione (sin cuartel) se mataron entre ellos en un acto de suicidio colectivo antes de salir a escena. En todo caso, la crisis también acechaba a los juegos: dejaron de ser rentables cuando se reorientó la munificencia pública hacia la caridad eclesiástica. La novela recoge además de la retirada de un elefante por falta de casta como si fuera un miura afeitado, el episodio verídico de un monje que se lanzó cual espontáneo a la arena tratando de detener un combate.
En la novela, cuando se produce el asalto de Alarico, los godos residentes se convierten en una especie de quinta columna. “Eso es históricamente verosímil y hasta muy probable, no solo con los bárbaros asentados sino con los esclavos”. Castellanos elige los Museos Vaticanos para hablar del saqueo. “Las fuentes apuntan que hubo un pacto entre los cristianos y Alarico para que este respetara las propiedades de la Iglesia y sobre todo la antigua basílica de San Pedro, la iglesia constantiniana, que está aquí debajo y en la que se refugió una muchedumbre”. En cuanto a la virulencia del episodio, matiza que pese a que tradicionalmente se lo describe como una enorme salvajada “hoy se tiende a pensar que la destrucción material no fue muy grande y que la violencia fue más bien selectiva, no hay que olvidar que los godos eran cristianos”. Por supuesto, añade, “no fue un paseo veraniego”; en las tropas de Alarico figuraban contingentes hunos y alanos que se entregaron con frenesí al asesinato y la violación, pero probablemente la violencia se centró sobre todo en los particulares, Roma no quedó destruida y desde luego no fue el fin del mundo –de hecho la deposición del último emperador de occidente no se produjo hasta 476- . “Lo que sí fue es un shock psicológico para las gentes de la época, con un impacto semejante al atentado de las Torres Gemelas del 11-S, el mismo sentimiento de vulnerabilidad de la gran potencia atacada en su mismo corazón”. Los paganos vieron un castigo por acabar con los dioses y los cristianos una señal de que había pasado el momento de la ciudad terrenal y llegaba el de la ciudad de Dios, la nueva Roma de los cielos.