viernes, 7 de junio de 2019
ABC:La verdadera batalla en la que los feroces espartanos aplastaron a los persas tras el desastre de Termópilas
Cuando Leónidas, uno de los dos reyes de Esparta en ese momento (se trataba de una monarquía dual hereditaria), presentó batalla a las tropas persas de Jerjes en el desfiladero de las Termópilas nolo hizo pensando que su sacrificio sería un ejemplo para el resto de Grecia o porque no tuviera otras opciones. Sus 300 espartanos, acompañados de sus esclavos ilotas, y de más de 5.000 aliados, frenaron durante tres días a 80.000 soldados persas en lo que fue un plan meditado y consensuado por la Liga Helénica. Caer tan pronto se consideró, como comentan los los propios helenos en sus textos, un fracaso y una derrota demasiado rápida e inesperada.
Algo parecido ocurrió con la batalla naval de Artemisio, donde la resistencia griega contra los persas apenas duró tres días, aunque en este caso los bajeles de Jerjes perdieron cientos de barcos. El poeta tebano Píndaro comentó que en Artemisio fue «donde los hijos de Atenas colocaron la primera piedra de la libertad» y no con el sacrificio de los 300. Ambos sucesos, en cualquier caso, fueron reveses que dejaron a los persas más cerca de conquistar Grecia.
Al día siguiente de las Termópilas, la Grecia central quedó a merced de los persas. El plan de la Liga Helénica había fracasado casi antes de empezar, por lo que los helenos procedieron a evacuar Ática y Beocia, que fueron arrasadas. Un ejército griego se concentró en el istmo de Corinto bajo el mando del hermano de Leónidas, Cleómbroto, y empezaron a construir un muro fortificado para contener al enemigo en su avance. El fracaso de Leónidas obligaba a asumir decisiones drásticas y a mirar al mar como única esperanza.
Allí, la flota de Artemisia se apostó en Salamina, donde tendría lugar el primer encuentro decisivo de la guerra. La derrota naval en Salamina (en el año 480 a. C.), sobre todo propiciada por los atenienses, supuso el principio del fin de la invasión persa. Jerjes se tuvo que retirar hacia Asia junto con gran parte de su ejército, pero dejó a su general Mardonio, importante noble de su corte, y a sus mejores tropas para intentar completar la conquista de Grecia. Entre ellos, los inmortales, cuya ventaja era que todos eran persas y gozaban de una posición estable en el aparato imperial, si bien estaban peor equipados y entrenados que sus equivalentes griegos.
En la encrucijada de Mardonio es donde comenzó, y no antes, la auténtica venganza espartana por lo ocurrido en las Termópilas.
La batalla de Platea
Las festividades religiosas impidieron que otros griegos se unieran a Leónidas en su estrategia de las Termópilas. La celebración del festival dórico de las Carneas, que tenían lugar tras el solsticio de verano, impedía a los hoplitas acudir a la guerra en esas fechas. Asimismo, los Juegos Olímpicos Panhelénicos, que se celebraban cada cuatro años al final del verano, también entorpecieron los intentos de la Liga Helénica de reunir un número mayor de efectivos. La competición atlética tenía un componente religioso que dejaba en segundo plano las operaciones militares. Incluso cuando los persas incendiaron Atenas, los juegos seguían celebrándose en Olimpia como si nada.
Una vez pasadas estas fechas, los espartanos y otras ciudades sí estaban en disposición de presentar batalla al general Mardonio con algo más que 300 efectivos, pero como era habitual en esta región del mundo las desavenencias entre los propios griegos permitieron al Imperio persa coger aire de nuevo. Tras la batalla de Salamina, Mardonio y su ejército persa volvieron a capturar Atenas y luego se desplazaron impunemente por la región de Tesalia, donde pasaron el invierno. Consciente de las fracturas crecientes entre los aliados griegos, Mardonio intentó ganarse el apoyo de Atenas usando, sin éxito, como mediador al Rey Alejandro I de Macedonia.
Bajo liderazgo espartano, los helenos estaban convencidos de que una victoria terrestre podía, al fin, expulsar a los asiáticos al otro lado del mar. Mardonio trató de evitar el choque con un repliegue hacia el norte. En la llanura de Platea, en la ribera del río Asopo, ordenó la construcción de una empalizada, donde acampó a sus 70.000 hombres (Heródoto habla de 300.000, lo que parece exagerado), y dio órdenes a su caballería para que atrajera a los aliados hacia la llanura a modo de emboscada. No en vano, el general persa no contaba con que el ejército aliado de aquel día iba a ser el más numeroso reunido jamás en un campo de batalla griego.
Se estima que la Liga Helénica logró congregar a cerca de 40.000 hombres, que estaba dividido por contingentes y obedecían a su propio líder militar. Los atenienses, dirigidos por Arístides, estratego y arconte de Atenas, enviaron a unos 8.000 de estos hombres, mientras que Esparta destinó a Platea a 5.000 hombres a las órdenes de Pausanias, Rey regente de Esparta, a lo que se sumarían también los ilotas al servicio de cada uno. Este mismo personaje era el general en jefe de todas las fuerzas terrestres. El resto de hoplitas que participaron en la batalla provenían de una veintena de ciudades, como la propia Platea, Corinto, Megara, Sición, Tegea, Epidauro, Arcadia.
Los hoplitas eran ciudadanos propietarios de pequeños terrenos agrícolas que, de cara a defender su ciudad, se compraban su propia armadura (grebas de bronce, yelmo, un escudo cóncavo, coraza, jabalina de punta doble y una espada como arma secundaria) y acudían al frente. Su formación en falange permitía que la unión de todos ellos fuera una perfecta arma para la guerra: las apretadas filas establecían un muro de escudos altos y las lanzas salientes de las tres primeras filas los hacían imbatibles frente a la caballería enemiga. El código agrario desaconsejaba las gestas individuales fuera de las filas de la falange y las unidades de arqueros no eran habituales.
A diferencia del resto de hoplitas, los espartanos eran soldados profesionales a tiempo parcial en su ciudad estado, cuyo territorio se beneficiaba del aislamiento que le daban las montañas. Recibía desde su niñez un entrenamiento extremo, que rozaba por momentos la crueldad. En ningún otro punto de Grecia se podían permitir un nivel de profesional tan alto en la milicia. Herodoto los describía como maestros del pasado en el arte de la guerra, mientras que otro autor clásico, Jenofonte, los admiraba como los «únicos y verdaderos artistas en materia de guerra».
El choque de Occidente y Oriente
A la vista de los persas, Pausanias detuvo a sus huestes en las laderas del monte Citerón. Tras una serie de escaramuzas iniciales favorables a los griegos, Pausanias desplazó el ejército griego a la llanura de Platea. Separados únicamente por el río Asopo, Mardonio usó a la caballería persa para atraer a los hoplitas a su particular trampa. Y, sí, la lluvia de jabalinas causó estragos a las tropas griegas, pero lentamentes estos fueron cercando a los persas hacia donde Pausanias había calculado.
Amparando por la noche, al comandante persa no le quedó más remedio que retirarse hacia unas colinas próximas. Sin embargo, antes de haber alcanzado su objetivo los persas entraron en un ataque directo con los helenos, que en sus acometidas consiguieron derribar el muro de escudos spara de las tropas persas. Se valieron para ello de la superioridad tecnológica de las lanzas helenas, más largas que las persas, y de la disciplina y técnica sin igual de los hoplitas. Como explica el historiador Victor Davis Hanson en su capítulo del libro «Historia de la guerra» (Akal), la disciplina espartana y el poder de «la lanza de los dorios», que, en palabras del tragediógrafo Esquilo, «derramó sangre en un sacrificio sin medida», respaldados por el entusiasmo ateniense y la simple masa de la infantería griega, quebraron el ejército persa y masacraron luego a los supervivientes en su huida.
Ante el derrumbe de los arqueros y la infantería, el propio Mardonio y una fuerza de 1.000 inmortales se lanzaron a un ataque desesperado para frenar el avance griego. No en vano, la inesperada muerte de Mardonio, a causa del impacto en la cabeza de una piedra que lo tiró del caballo, desmoralizó al ejército persa y lo cundió en una huida sin control por la llanura. Como es habitual en este tipo de batallas de la antigüedad, la persecución derivó en una gran matanza. Solo una parte del ejército de Jerjes pudo reorganizar sus filas. Se estima que cerca de la mitad consiguió volver a los territorios del imperio persa para no volver a pisar suelo griego.
La batalla de Platea supuso el punto final a la Segunda Guerra Médica, así como el final de la serie histórica de invasiones asiáticas a la Grecia continental. Sobre el principio del fin del todopoderoso imperio persa, nació el contraataque griego que, un siglo después, culminó con el Imperio asiático edificado por Alejandro Magno. A partir de la Guerra del Peloponeso, empezaron a surgir soldados profesionales, primer paso para que los hoplitas se convirtieran en la fuerza mercenaria más demandada incluso en puntos remotos de Asia, como así narró Jenofonte con maestría en la épica de los 10.000.
En este sentido, como señala Carlos Varias en su introducción a la edición de «Anábasis» hecha por Cátedra Letras Universales, «el reclutamiento de tantos mercenarios griegos constituye el principio de una nueva época en la historia militar de la Antigüedad: el de los ejércitos profesionales».