martes, 22 de noviembre de 2016
ABC:La «Damnatio memoriae», el infame castigo del Imperio romano a no haber nacido nunca
Los romanos reverenciaban a sus ancestros, decoraban sus villas con episodios heroicos de los más eminentes y velaban porque los apellidos fueran legados de generación en generación, aunque hubiera que recurrir a hijos adoptivos para salvarlos. La memoria familiar era uno de los ejes de la sociedad romana, hasta el extremo de la condenada al olvido se situaba en la cúspide de los castigos más crueles. Los romanos imaginaban la historia de la humanidad como un lugar cuyas páginas más oscuras podían, simplemente, ser arrancadas y sustituidas por nuevas.
El nombre moderno de este castigo «Damnatio memoriae» significa literalmente «condena a la memoria». Es decir, condenado a no haber existido nunca. Se trataba de un castigo reservado para determinadas personas que los romanos querían borrar por completo de cualquier forma de recuerdo, ya fuese en textos, grabados, murales, estatuas e incluso música popular
Este castigo del período imperial, no en vano, tenía su origen en varios mecanismos para provocar la muerte civil en tiempos de la República. Entonces existían la «abolitio nominis», que prohibía que el nombre del condenado pasara a sus hijos y herederos, y la «rescissio actorum», que suponía la completa destrucción de su obra política o artística. Ese fue el caso de Marco Antonio, cuyas estatuas fueron derribadas a su muerte por orden de su último enemigo, César Augusto, según Plutarco:
«Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio».
Emperadores contra el Senado, la venganza
No fue hasta el Imperio romano cuando se llegó a un nuevo nivel de perfección en el borrado de la memoria. El «damnatio memoriae» era una herramienta legal al alcance del Senado y una forma de que la aristocracia se cobrara su venganza contra los abusos del Emperador una vez hubiera fallecido. El proceso solía ir acompañado de la confiscación de los bienes del difunto «damnificado», el destierro de su familia y la persecución y exterminio físico o moral de sus partidarios. Además se decretaban anuladas las leyes que hubiera sacado adelante o éstas se le achacaban a sus sucesores.
No obstante, la mayoría de estas condenas fueron consecuencia de las represalias de los nuevos Emperadores, en su mayoría responsables de la muerte de sus antecesores, y de su afán de consolidarse en el poder. Así fue el caso de Publio Septimio Geta, hermano menor de Caracalla, que fue asesinado por su hermano y posteriormente recibió el infame castigo. Muchos de sus seguidores fueron asesinados y su legado borrado del mapa. Por su parte, a la muerte Maximiano, en el año 310, su sucesor impulsó un damnatio memoriae por el que se ordenó la destrucción de cualquier elemento público que le hiciera alusión.
De otros emperadores se conocen procesos directamente vinculados con su mala relación en vida con el Senado. Por ejemplo, a la muerte de Domiciano, el Senado emitió la condena y autorizó que sus monedas y estatuas fueron fundidas, sus arcos derribados y su nombre eliminado de todos los registros públicos. En este mismo sentido, Nerón fue declarado «enemigo del Estado» por el Senado aún antes de su muerte y varias de sus representaciones destruidas.
De Cómodo, el Emperador gladiador, el Senado decretó su damnatio memoriae tan solo un día después de ser ahogado en el baño por uno de sus libertos. Aquella condena le convirtió en enemigo público, ordenando el derribo de sus estatuas y la eliminación de su nombre de los registros públicos.
En el otro extremo, cabía la posibilidad de que el Senado se reuniera para elevar a la categoría de divino al emperador fallecido. El Apoteosis era el equivalente de reconocer que el Emperador estaba en proceso de «ascender al cielo de los dioses». En este caso el personaje pasaba a ser reconocido como un dios –véase el caso del divino Julio César o el augusto Octavio– se celebraban lujosos funerales en su honor, se le erigían templos e incluso se les reconocía como un astro del firmamento (catasterismo).
Más allá de los altares y los tronos, esta condena también iba dirigida a ciudadanos corrientes que hubieran cometido crímenes especialmente censurables, sobre todo aquellos relacionados con la traición al Emperador o al Senado. Tal fue el caso de Lucio Elio Sejano, favorito de Tiberio, al que se le acusó de liderar un amplio complot contra su soberano. O el caso del ex cónsul y gobernador Cneo Calpurnio Pisón en 20 d.C., quien se suicidó tras ser responsabilizado de la muerte de Germánico. A consecuencia de ello, el Senado dictó un senadoconsulto que proponía borrar su nombre de los documentos oficiales y confiscar sus bienes.
En este sentido, las conocidas como «damnationes minores» podíar ser establecidas por senados locales, de alcance mucho más limitado y cuyas razones rara vez tenía que ver con motivaciones políticas.
Del Antiguo Egipto a la Edad Media
No fueron los romanos los primeros ni lo últimos en atentar contra la memoria. Se sabe que los asirios, los hititas, los babilonios, los persas y después los egipcios (véase el ejemplo de Hatshepsut o Akenatón «El faraón hereje») ya había aplicado penas similares a los romanos. En muchas de estas culturas quienes no tenían nombre no podía existir y, por lo tanto, borrar el nombre de un personaje del recuerdo suponía impedirle disfrutar de una vida en el más allá.
Siguiendo con la tradición romana, en la Alta Edad Media, el Papa Esteban VI ordenó que el cadáver del Papa Formoso fuera exhumado para someterlo a un juicio por sus pecados. Además de borrar su legado y anular sus decisiones como pontífice, el nuevo Papa orquestó la espeluznante escena de juzgar a un cadáver en avanzado estado de descomposición, en lo que hoy es conocido como el Sínodo del Terror.
Otros muchos personajes históricos han aspirado a borrar de un plumazo todo rastro de sus rivales. Todavía en el siglo XX varios dictadores han impuesto borrados colectivos, «vaporizaciones», diría George Orwell en su novela «1984». Sin ir más lejos, el régimen de Stalin prohibió toda mención de los nombres de sus enemigos y eliminó a éstos de la prensa, libros, registros históricos, fotografías y documentos de archivo. La lista de «personajes incorrectos» afectó a León Trotsky, Nikolái Bujarin, Grigori Zinóviev y a otros líderes políticos que fueron cayeron en desgracia a ojos del dictador.
La cuestión es ¿tuvo alguna vez éxito pleno estas condenas? ¿Alguien ha logrado borrar todo rastro de un personaje a lo largo de la Historia? Evidentemente sería imposible saberlo. Si funcionó y consiguieron borrar la memoria de un personaje o pueblo sería hoy un desconocido. Sin embargo, la experiencia de miles de años ha demostrado que se necesita algo más que recortar una fotografía o romper una estatua para eliminar un legado vital. Resulta una tarea sumamente difícil la de destruir en tantos trozos a sus enemigos.