El Anfiteatro Flavio, comúnmente llamado Coliseo, es el edificio icónico de Roma por excelencia. Anualmente, centenares de miles de turistas visitan el edificio y sus restos siguen maravillando a la humanidad, a pesar de su estado y de los dos mil años transcurridos desde su construcción. Todo el mundo sabe cual era su función, pues el cine y la literatura han sido generosos en imágenes y explicaciones. Pero cuando se aborda el tema de su construcción el mutismo es mayoritario.
De hecho, la misma historia es exigua en aportaciones que sean capaces de dar luz a cómo se edificó este emblemático monumento. Sólo Suetonio, en el año 121 d.C., nombra en su obra Los Doce Césares la construcción del Anfiteatro Flavio con una única frase “… igualmente, Vespasiano, mandó construir un anfiteatro en medio de la ciudad, según los diseños que había dejado Augusto.” El hecho de que el Coliseo se inaugurara en el año 80 d.C. da gran credibilidad a las palabras de este citado historiador. En cambio en el año 354 d.C una fuente añade que se construyó en sólo cinco años; el tiempo transcurrido —274 años— impone interpretar esta información de un modo mucho más cauteloso.
Con todo esto queda bien claro que para saber de que manera se construyó el Coliseo es necesaria la ayuda de otras disciplinas científicas. Arqueología, Historia del Arte, Filosofía, Antropología o Arquitectura, son ciencias que, bien combinadas, pueden ayudar a ofrecer una buena imagen la edificación del nombrado monumento. De ahí la austeridad literaria del proceso constructivo: su investigación exige un nivel de detalle y de trabajo extraordinario y una gran generosidad de tiempo.
“La característica más sobresaliente del diseño es la habilidad y previsión con la que el anónimo arquitecto dirigió la gigantesca empresa hacia un resultado final previsto de antemano”, son palabras de Bryan Ward-Perkins, historiador y arqueólogo de la Univesidad de Oxford. Habilidad y previsión del arquitecto, esos son los valores que distingue el señor Ward-Perkins.
Estamos ante una obra que no tiene nada de original. De hecho, todas y cada una de sus partes habían sido ensayadas, construidas y probadas con éxito en los siglos anteriores. Pero la característica más notable del Anfiteatro Flavio es su belleza unitaria; los arcos de su fachada le dotan de una gracilidad y una armonía que cautivan rápidamente al espectador. Su concepción buscó dos propósitos de manera muy clara: esa belleza ya comentada y su funcionalidad; además de ser muy cómodo para los cincuenta mil espectadores en que se calcula su aforo, había letrinas, fuentes con agua potable—hasta el tercer piso— y todo un perfecto sistema de drenaje para evacuar el agua de la lluvia de manera muy rápida. De hecho, se celebraron las llamadas Naumaquias —combates navales; con agua y barcos de verdad— en la misma arena del anfiteatro y ahí sí que se demostró su perfecta ejecución.
Se han propuesto varias hipótesis para su construcción —Von Gerkan (1925), Guiuseppe Cozzo (1973), Rabun Taylor (2003)— que dan fe de su complicación y demuestran el gran desarrollo de la arquitectura romana dos mil años atrás.
Se ha documentado más de una docena de corporaciones de oficios especializados trabajando en la construcción del Coliseo y, seguramente, habría muchos más de los que no se tiene constancia. Con un ingente número de esclavos, se ha calculado que el total de obreros que participaron en su construcción podría llegar hasta las quince mil almas. Así, otro mérito que habría que añadir a los ingenieros romanos sería la capacidad de organizarse sin molestarse los unos a los otros. Pues en los pisos superiores, por ejemplo, el espacio de trabajo era muy reducido y la necesidad de especialistas, muy elevado. También la logística y la contratación necesitarían de una previsión extraordinaria: los ladrillos han de secarse y cocerse; la cal viva ha de apagarse meses antes de poderse utilizar; la piedra ha de extraerse de las canteras y transportarse, después una legión de artesanos cortarían esos bloques en determinadas formas y tamaños, finalmente exigiría un detallista labrado final una vez ya colocadas se su posición definitiva; era necesaria una excelente provisión de cuerdas, madera y herramientas para andamios y grúas; los arcos se elaborarían con ayuda de plantillas y cimbras de madera. El recuento es muy largo pero estos ejemplos demuestran la complejidad de la obra.
Los arqueólogos han propuesto que para su construcción la estructura se dividió en cuatro bloques. Como si fuera un queso cortado en cuatro partes, cada bloque tendría su propio arquitecto y equipo específico. Todos trabajarían al mismo ritmo y con idénticas instrucciones. Un quinto equipo ayudaría en las labores imprevistas para reforzar cualquiera de los cuatro bloques.
También en esta época se asiste a una estandarización de las medidas para ladrillos, sillares y arcos en toda la península itálica, seguramente inducida por la necesidad de construir el gigantesco anfiteatro en un tiempo de ejecución que podríamos adjetivar de récord.
La desecación del lugar —pues antiguamente había una laguna natural y después un lago artificial que embellecía la Domus Aurea de Nerón— fue el primer paso. Después se construyeron unos cimientos que hoy día resultarían casi imposibles: al no hallar roca viva, se levantó una enorme losa de cemento armado que arrancaba desde los doce metros de profundidad hasta llegar a ras de suelo.
A continuación se trabajaría con un espeso bosque de pilastras tanto en el sentido anular como radial. La superestructura se elevaría para sustentar el graderío que darían acomodo a los espectadores; exteriormente de travertino, interiormente de tufa volcánica y ladrillo; y la parte más visible del graderío de un precioso mármol veteado.
El ático se concluiría con un sistema columnario y un entablamento muy elegante, todo construido con el mismo mármol del graderío. Finalmente, un sistema para proteger del sol al espectador mediante toldos y un elaborada y compleja red de cuerdas.
Un trabajo extraordinario para un edifico extraordinario que hoy día sigue maravillando a propio y extraños.
Articulo realizado por Jordi Nogués