El descubridor de la Victoria de Samotracia, Charles Champoiseau, nació en Tours en 1830. No era arqueólogo de profesión, sino miembro del cuerpo diplomático francés, aunque quizá su interés por la historia le vino de su padre, miembro fundador
de la Sociedad Arqueológica de Turena. Champoiseau ejerció como cónsul en varios países y ciudades (incluso en Bilbao, en 1874), pero principalmente en el Imperio otomano, lo que le hizo familiarizarse con la costa del mar Egeo y su ilustre pasado.
En 1862, Champoiseau era cónsul en Adrianópolis (Edirne), en el Imperio otomano. Como tantos otros jóvenes de su época, buscaba el favor de Napoleón III, de quien conocía su pasión por las antigüedades, pues el emperador no paraba de engrosar las colecciones del Louvre con nuevas adquisiciones.
Santuario del Egeo
A mediados de 1862, Champoiseau se encontraba en Eno (la actual Enez), en la costa tracia de Grecia, desde donde se podía divisar fácilmente la silueta de la isla de Samotracia. El joven cónsul quedó encandilado por los relatos de los lugareños sobre las ruinas y los tesoros que le aguardaban a tan sólo unos cuantos kilómetros. Sin embargo, la isla era un lugar de infausto recuerdo: tras la masacre de sus residentes por parte de los turcos durante la guerra de la Independencia griega (1821-1832), estaba prácticamente abandonada. Champoiseau pensó que eso le favorecería, ya que así no tendría que solicitar un permiso oficial a las autoridades otomanas. Su primera estancia en la isla, de apenas dos días, no le decepcionó: en una carta dirigida al primer ministro francés, fechada el 15 de septiembre de 1862, Champoiseau explica ilusionado que «por todas partes hay centenares de columnas quebradas, fustes y capiteles de mármol». Champoiseau pide en la misma carta 2.000 francos, una importante suma para la época, ya que «no hay duda de que unas excavaciones serias llevarán al descubrimiento de objetos raros y de gran valor».
¡Señor, una mujer!
Champoiseau regresó a Samotracia en marzo de 1863 con un equipo de obreros griegos de Adrianópolis. Instalado en el ciclópeo recinto del santuario de los Grandes Dioses, Champoiseau procedió a excavar, identificando y clasificando mármoles e inscripciones antiguas. Al poco tiempo, los trabajadores descubrieron un hombro del más puro mármol blanco de Paros que asomaba en la falda de la colina. «¡Señor, hemos encontrado a una mujer!», gritaron tras desenterrar un busto. Unos pasos más allá, el propio Champoiseau descubrió el tronco de la estatua, de más de dos metros de altura, cubierto por un manto. Champoiseau acababa de exhumar una de las más extraordinarias obras de la Antigüedad clásica.
Junto a esta pieza se hallaron fragmentos de los faldones de un manto, así como de unas alas, lo que permitió a Champoiseau identificar la figura como una Niké. El 15 de abril de 1863 dirigió una carta al embajador francés en Estambul: «Hoy acabo de encontrar, en mis excavaciones, una estatua de la Victoria alada (o eso parece), de mármol y de proporciones colosales. Por desgracia, no tengo la cabeza ni los brazos, a menos que los encuentre en pedazos en la zona. El resto, la parte entre los pechos
y los pies, está casi intacto, y trabajado con una habilidad que no he visto superada en ninguna de las grandes piezas griegas que conozco».
Champoiseau embaló los fragmentos de la estatua y partió rumbo a Estambul. Desde allí, la Victoria inició un largo periplo por el Mediterráneo, pasando por el Pireo en Grecia, hasta el puerto de Tolón, en el sur de Francia. Tras un breve viaje en tren, la Victoria llegó a París el 11 de mayo de 1864, más de un año después de su descubrimiento.