lunes, 18 de diciembre de 2017

ABC:El otro Imperio Romano, a través de sus grafitis


¿Conocemos realmente el mundo antiguo? Pensemos más allá de las túnicas planchadas, el mármol blanco y el esplendor de la alta cultura. Olvidemos «Ben-Hur» y «Gladiator» y recordemos que en Roma, la capital del Imperio, olía mal. Muy mal. Los excrementos y la basura se acumulaban en las calles, pues los impresionantes progresos en alcantarillado llegaron a muy pocas zonas. Casi la mitad de los niños se moría antes de cumplir los cinco años y el hambre llevaba a muchos (afortunados) a comer carne de perro. Lo que conocemos de la Antigüedad nos ha llegado a través de los textos (y restos) de lo que podríamos llamar alta sociedad, un porcentaje ínfimo de aquella realidad que ningún estadista admitiría como representativo. Pero ¿cómo era la gente de a pie? ¿Qué pensaban? ¿De qué se reían? La respuesta a estas preguntas está más cerca de los grafitis de Pompeya que de los tratados de Cicerón. Es la intrahistoria, que diría Unamuno. Es la gran olvidada.

Al historiador Jerry Toner siempre le han quemado esas dudas, que ha tratado de digerir −más que responder− en su último ensayo: «Mundo Antiguo» (Turner). «Mi objetivo es explorar hasta qué punto podemos acercarnos al mundo romano «desde abajo»», explica. ¿Cómo? Esquivando las fuentes tradicionales y metiendo las narices en fábulas, libros de chistes, testimonios de oráculos y grafitis. Muchos grafitis. Porque lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad, aunque sea una pintada obscena en una pared de Pompeya: «Amplícato, sé que Ícaro te da por culo. Salvio escribió esto». Virgilio nunca llegó tan lejos.

Anónimos y firmados

«El grafiti nos muestra un lado de la cultura romana diferente al de la élite», explica. Además, se trata de una forma de expresión bastante extendida: tan solo en Pompeya se conservan unos 12.000. Algunos están en las paredes de las casas, otros en la vía pública. Los hay anónimos, pero muchos de ellos están firmados. «Aufidus estuvo aquí, adiós», reza uno. Otro nos muestra que deambular ya era un arte antes de que los franceses del XIX plagasen sus novelas de «flâneurs»: «Fueron necesarios 640 pasos para ir desde aquí hasta allí diez veces». Quizás vagabundeaban porque no tenían trabajo. La pobreza y la desigualdad eran un gran problema entonces. «La vida es incierta para un pobre cuando un rico codicioso vive cerca».

El sexo se consideraba una parte normal en la vida y sus representaciones (y práctica) se incluían en todo tipo de contextos. «Teófilo, no les hagas sexo oral a las chicas apoyadas en la muralla como si fueras un perro», advierte una inscripción. Aunque algunos se ponían románticos -«El que ame, que florezca. Muerte a quien no conozca el amor»-, muchos grafitis revelan a una sociedad violenta y profundamente machista. Para muestra, esta perla: «Toma a tu sirvienta cuando quieras; estás en tu derecho». La virilidad se consideraba toda una virtud de la que había que presumir: «Floronio, soldado muy bien dotado de la Séptima Legión, estuvo aquí. Las mujeres no lo sabían. Solo seis se enteraron, muy pocas para un semental como él».

Aunque el mundo era cruel, aunque pasaban hambre, aunque los vagabundos se morían en las calles con «heridas supurantes o tumores malignos», la romana era una sociedad profundamente festiva. Pan y circo era el acuerdo para que el Imperio no se desmoronase. La vida social se hacía en las tabernas: allí comían y bebían, pero los locales también ofrecían distracciones como la música, la prostitución o y los juegos de azar. «En Pompeya, una ciudad relativamente pequeña, existen ruinas de ciento cuarenta posadas y bares, un establecimiento por cada ciento cuarenta y cinco habitantes», subraya Toner.

Allí se destilaba un sentido del humor bastante ácido, pero fundamental para entender a este estrato de la sociedad. Se establecía una jerarquía del ingenio y se esperaba de todos que todos aceptaran las burlas. «El toma y daca ayudaba a crear comunidad -explica el autor- porque los individuos de las clases bajas se necesitaban para sobrevivir, ya fuera trabajando juntos en un barco de pesca o sirviendo en las legiones». No sabremos nunca cómo se tomó Epafrás que lo llamasen calvo o qué le respondió Quíos a aquel que le deseó «que las hemorroides le doliesen como nunca», pero sí que esta clase de dardos eran muy comunes. Además, los grafitis nos revelan que el chismorreo era también una constante en Roma y que se usaban como una forma de denuncia para regular más allá de la ley el comportamiento colectivo. «Ampliatus Pedania es un ladrón» y «Restitutus ha engañado a muchas chicas muchas veces» dan buena muestra de ello. En esto de la denuncia pública no hemos evolucionado tanto.

«Tal vez queramos pensar que el mundo ha cambiado mucho desde la Antigüedad y que nos hemos librado de su influencia y sus prejuicios, pero la potencia de las ideas antiguas y la resonancia que han tenido a lo largo de los siglos ejercerán siempre una atracción», escribe Toner al final del libro. Aunque las ideas que plantea se asientan en siempre en el territorio de la suposición, abren los ojos a una realidad distinta, más pedestre que los tratados de Séneca, pero más cercana a la realidad del día a día. «Nos hemos familiarizado tanto con el mundo antiguo a través de las películas, la pintura y la arquitectura neoclásica que la mayoría de nosotros pensamos que si nos ponemos una túnica y nos metemos en nuestra máquina del tiempo nos sentiríamos muy cómodos allí. Si algo he tratado de hacer una cosa en mi breve ensayo es desafiar esta sensación de familiaridad», concluye.